Era una una tarde de finales de primavera y el sol había aparecido insospechadamente en la ciudad, inundando la fachada del Burgtheater. Me había pasado toda la tarde bajando en un largo paseo desde Grinzig a Viena. Seguí caminando hacia Heldenplatz, frente a Neue Hoffburg y vi pasar a Wiedendorfer. Aunque no lo parezca, me voy a referir a un posible encuentro entre Beethoven y Schubert.
Martin Wiedendorfer era copista, un trabajo hoy en desuso, pero que en nuestros recordados años ochenta era una de las más importantes labores en el mundo de la música. Un trabajo que requiere conocimientos musicales excepcionales aparte de una especial habilidad para reproducir con exactitud y claridad la música. Es decir, una buena caligrafía musical.
La mayoría de los copistas, imprescindibles entonces en una orquesta, en un coro, en un grupo musical o en un estudio de grabación, han sufrido una rápida transformación debido a la implantación de las nuevas tecnologías también en el mundo de la música. Para imprimir unos arreglos o copiar las partes que se requieren para que cada músico de una orquesta pueda interpretar su parte, ya no hace falta un músico con buena caligrafía que pueda copiar las notas y repartirlas, con un ordenador semipotente es suficiente. De forma que muchos de ellos se han reciclado con la edición digital también de partituras. Otros, como el caso de Wiedendorfer, consiguió trasladar su trabajo al archivo de una orquesta y continuó escribiendo e imprimiendo todas las partes y partituras necesarias.
El archivista de una orquesta es su corazón. Sin él no hay conciertos, se puede decir que no hay buena música en público sin un buen archivista. También se demonina bibliotecaria a su labor y en inglés el cargo suena mucho más aristocrático Music Librarian u Orchestra Librarian, o en alemán Bibliothekar des Orchesters. Cada institución musical tiene sus propios archivos en los que se guarda buena parte de su historia. Por ejemplo, con las marcas, correcciones e indicaciones que cada músico, director o instrumentista va añadiendo a los originales, y que quedan grabados para siempre, como el caso de unas famosas ‘mejoras’ realizadas por Mahler a la 2ª de Schumann en Nueva York y que luego fueron tachadas por Toscanini con el cariñoso epíteto de ‘idiota’.
En otras ocasiones los bibliotecarios hacen la labor de guardianes de los materiales de otros. Cuando una orquesta o un director invitado llega a un auditorio o un teatro, el bibliotecario debe recepcionar la partituras de aquellos visitantes y gestionar su organización, colocación en los atriles correspondientes, puesta a disposición tanto en los ensayos como el día del concierto y por fin su recogida y minuciosa clasificación de nuevo para su devolución.
Martin, por entonces copista y bibliotecario, me saludó amablemente como solía y me comentó que tenía que ir a recoger unos materiales a la Volksoper, pero era pronto y debía hacer tiempo hasta que estuviera el intendente, de modo que me propuso tomar una Melange en el Landtman. Estuve encantado de poder compartir un rato con él. Las historias de bibliotecarios de orquesta son siempre amenas, te acercan a los artistas de la música clásica desde una perspectiva poco habitual. Aunque siempre se ha ido renovando el material, el bibliotecario puede enseñarte curiosidades que te dejan con la boca abierta. Hoy, aunque no está generalizado, tienen que atender, además, a la demanda de partituras electrónicas lo que complica su trabajo doblemente.
Acepté la invitación de Martin y nos sentamos mientras me relató una curiosa historia que, hasta el día de hoy, nunca he sabido hasta qué punto era cierta. Su apellido venía, continúa siendo así, de una larga estirpe de músicos naturales de un pueblo austriaco y dedicados a la labor editorial musical. No es que se remonte a Petrucci y el Odhecaton, primer libro de música realizado con tipos móviles (algo así como La Biblia de Gutenberg en música), pero el trabajo familiar sí se remontaba al editor de nombre Artaria y las ediciones de Haydn y Mozart que le hicieron famoso.
Aquella atmósfera pre veraniega y el entorno de la Viena céntrica le recordó una anécdota, una historia secreta según señaló, le había contado su padre. La recogió a su vez de su abuelo y este a su vez de un antepasado familiar. La línea del apellido paterno se quebró en un momento del siglo XIX, pasando la responsabilidad de la genealogía a las hijas, con lo que el apellido Widendorfer no coincidía con aquel del copista y arreglista que trabajando para Artaria y para los compositores del XVIII y XIX se vio convertido en involuntario testigo y protagonista de una anécdota, no contrastada aún historiográficamente. Estoy anticipando el posible encuentro entre Beethoven y Schubert.
-Al igual que tú venías desde la montaña- me dijo Martin -una tarde de finales de mayo, Ludwig bajaba desde Grinzing, desde esa casa que hoy es un Heuriger con su nombre, en Pfarrplatz. Caminaba con paso apresurado como siempre, haciendo volar los faldones de su levita verde oscuro y los extremos de un pañuelo del mismo color que llevaba al cuello. Mi tatara-tatara-antepasado era de origen italiano, como la familia de Artaria, era un Manuzione, que puede hacer pensar en el clásico Manunzio pero que no tenían nada que ver. Sin embargo sí era miembro de una estirpe de músicos de teatro que había dejado varias orquestas y aterrizado en el mundo de las artes gráficas por casualidad y, sobre todo, gracias a su buena caligrafía musical.
Este Roberto Manuzione conocía bien la obra del compositor, gracias precisamente a estar trabajando en la edición de la Sonata Hammerklavier y preparando la edición de la Op. 111, última de las sonatas para piano beethovenianas, que el compositor había acordado con el impresor vienés. Pero nunca se imaginó que aquella tarde lo iba a encontrar en la puerta de Michaelerkirche. -Grüss Gott Maestro-, saludó Manuzione con parsimonia, descubriéndose, mientras que Ludwig hacía lo propio sujetándose levemente el ala de su sombrero. -Qué casualidad encontrarle aquí, además hoy no hay servicio religioso. Pero ahora que le veo, Maestro, me gustaría preguntarle una cosa, ya que estoy trabajando en sus sonatas para piano, la última en mi escritorio, Do menor, ¿cuándo va a enviar el final a Artaria, Maestro? -Adiós- le contestó con violencia y le dijo que ya se lo explicaría a su editor.
Mi tatara-pariente se quedó perplejo mientras veía cómo entraba en la Michaeler. No le dio tiempo a reaccionar ya que mientras trataba de analizar la intempestiva respuesta de Beethoven, que aunque ya conocía de su carácter difícil no dejó de sorprenderle, reconoció a otro personaje entrando en la iglesia.
Se trataba de Franz Schubert, no lo conocía personalmente y no había tenido oportunidad de trabajar con su música, de modo que no se atrevió a dirigirse a él, pero le siguió al interior del templo. Sabía que Franz era un gran admirador de su coetáneo Ludwig, sabía también que las composiciones de ambos no tenía mucho que ver, y sabía que no se prodigaban juntos ni se dejaban ver en reuniones sociales conversando.
Dos genios, viviendo en la misma ciudad, en la misma época, trabajando en lo mismo, pero que no compartían reuniones sociales y sus creaciones, siendo reconocidas y celebradas en el momento, eran y son completamente independientes estilísticamente. El copista aprovechó que nadie le había visto, y que tan sólo alguna que otra mujer de aristocrático aspecto entraba en la basílica para su oración diaria, para colarse detrás de una de ellas. Entró al fondo de la catedral, casi llegando al crucero y vio a Beethoven y Schubert sentados en el último banco de la nave izquierda. Dada la hora, esa parte de la iglesia no estaba iluminada y al no tratarse de una zona con alguna capilla devota, tampoco se invertía dinero en iluminarla con los cirios habituales. Aprovechando también la penumbra, Manuzione se escondió en un reclinatorio que hacía las veces de confesionario y tapándose la cara con ambas manos se dispuso a escuchar la conversación de Franz y Ludwig.
Seguía sin salir de su asombro, hablaban ambos como viejos amigos, a pesar de la distancia y el tiempo, y su tono era tan confiando que no entendía por qué lo mantenían en secreto. -Este mes he conseguido trabajar poco- señalaba Ludwig con un tono ciertamente alto debido seguramente a su sordera para el escenario en que se encontraban -y el problema de mi sobrino Karl me tiene demasiado atareado para poder componer con tranquilidad, amén de mis estrenos pendientes. Es una época agitada, aparte la tutela, tengo facturas impagadas y la galopante sordera poco a poco se va haciendo dueña de mi espíritu. -No debes preocuparte Ludwig -contestaba Franz mientras escribía en un bloc de notas creado al uso de su relación. Habitualmente resolvía la sordera de su amigo hablando fuerte en las trompetillas que usaba a modo de ayuda, pero en la iglesia prefería utilizar la comunicación escrita.
Aquella escena le llevó a pensar a mi tatara-pariente que Beethoven y Schubert mantenían en realidad un ritual, esporádico, de intercambio de ideas sentados discretamente en los bancos de San Miguel. Pero no lo publicó, se guardó su historia para las reuniones familiares. De forma que fue él el único que supo del contacto personal entre ambos compositores, de cuya realidad nunca se consiguió probar nada, ni siquiera por sus más cercanos amigos. Así, los Manuzione fueron los depositarios del acercamiento y el apoyo entre los dos grandes compositores de la Viena de principios del XIX.
Cada vez que el tatara-pariente de Martin contaba su historia, hacía hincapié en el aspecto de la diferencia de edad entre ambos superada por la música. Decía también que Ludwig habían encontrado en Franz alguien que comprendía sus necesidades e inquietudes artísticas, mejor que cualquier otro, más allá de sus estados de ánimo, aunque seguía su arrogancia le impedía reconocer sus debilidades y, por supuesto, la dependencia de Franz. Franz era un vienés de pura cepa y eso también generaba cierta envidia en el sajón.
Por lo que Manuzione pudo oír, además, decía que ambos intercambiaban ideas sobre sus obras y el proceso creativo, sobre las orquestas vienesas y sobre la forma de ganarse la vida como músicos. En aquel caso concreto, además, oyó cómo le contaba Franz por qué había dejado incompleta su octava sinfonía, lo que animó a Ludwig a dejar su Op. 111, todavía sin catalogar, en tan sólo dos movimientos. “El amor lo mueve todo”, le dijo Ludwig. Todo ello debió de ocurrir mediada la década de los años 1820, entre el 24 y el 27, año del fallecimiento del mayor de ellos. Franz fallecería tan sólo un año más tarde.
Nunca sabremos si esta historia que pasó de generación en generación, de Manuzione a Wiedendorfer, era verdad, pero lo cierto es que nunca se documentó un encuentro entre Beethoven y Schubert. Lo que sí queda es la seguridad de la ambivalente relación de admiración que en Schubert y que puede apreciarse incluso en algunas de sus obras con citas muy patentes, como el Lied “An den Mond”, donde cita la sonata Claro de luna, o su Sinfonía en Do mayor, donde aparece una referencia clara a la melodía del último movimiento de la Novena.
La serie de entradas sobre música clásica escrita por Santiago Martínez Arias para Cincuentopía está compuesta por:
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El sobrenombre define bien a Santiago Martínez Arias. Como cualquier personaje de extraña biografía profesional es difícil seguir su pista vital. Tiene altos estudios musicales internacionales y ello se evidencia rápidamente en su conversación. Inevitablemente también se comprueba que es experto en seguridad y defensa y doctor en relaciones internacionales, jefe de prensa editorial, profesor universitario, además de tener un pasado, lejano ya, como corresponsal de ‘El Independiente’ en Europa oriental. Más parece que sea un agente, y aunque su pasado pianístico fuera glorioso, sólo quedan los restos del naufragio. Ha representado a Stingray CLASSICA. [/author_info] [/author]