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Bienaventurados los bienintencionados (primera parte)

Bienaventurados los bienintencionados (primera parte)

Relato literario Bienaventurados los bienintencionados (primera parte)

 

Alfredo Paniagua era un bendito. Lo era hasta tal punto que su bondad desmesurada le había procurado las burlas impías de todos aquellos que asimilaban tal condición a la de torpeza o estupidez nata, dado que no concebían en sus limitadas mentes la posibilidad de que el carácter singularmente bonancible de Alfredo procediera, únicamente, de su absoluta ausencia de maldad.

Ya desde niño, y ante la inútil desesperación de sus padres, había experimentado en sus carnes la paradójica exclusión por razón de su bondad excesiva, así como el reiterado abuso de aquellos que se aprovechaban arteramente de él. De este modo, Alfredito había incurrido en voluntaria desnutrición por regalar sus lustrosos bocadillos a quienes él consideraba que se hallaban en mayor estado de necesidad, circunstancia que no valoraba estrictamente puesto que, en la mayor parte de los casos, lo que realmente obtenía era satisfacer la evidente gula de quienes se encontraban más que debidamente alimentados. Pero bastaba una mera mirada lastimera hacia las viandas preparadas con ingente cariño por las manos de María, su madre, para que el eternamente ingenuo Alfredito regalara, en el mejor de los casos, más de medio bocadillo a quien se lo requería, a sabiendas de que la tortilla de patatas que contenía era la más jugosa y sabrosa que habían probado jamás. Además de ello, Alfredito ayudaba a cumplimentar sus tareas a los que iban peor en los estudios, sin reparar en que, en gran parte de los casos, el fruto de su esfuerzo tan sólo coadyuvaba a que los beneficiados se aferraran aún con mayor avaricia a su cálida holgazanería. No tenía reparos en cargar con libros ajenos, con problemas ajenos, y hasta con culpas ajenas. Su bondad era tan inabarcable que no se divisaban los límites de ésta, y eso lo conocían sobradamente quienes estiraban al máximo las ventajas de tan apetecible cualidad ajena.

Contra lo que pudiera pensar alguien de mente tan pura como dudosamente brillante, Alfredito no sólo no era adorado por sus compañeros, sino que muy al contrario era objeto de mofa general, quizás no estridente porque una exhibición palmaria de desprecio podría haber acarreado el inconveniente de no contar con las prebendas derivadas de esa bondad, sino que más bien se trataba de un desapego sordo, un apartamiento sutilmente cruel construido mediante cuchicheos a la espalda y sonrisas torcidas, puesto que nadie quería ser considerado como afín a quien era tildado de bobo o extremadamente simple, ya que como remarca la sabiduría popular “de bueno a tonto sólo hay un paso”, y según el general criterio Alfredito daba ese paso tan constante como inconscientemente.

Sus padres ya por entonces comenzaron a sufrir, porque si bien sabido es que la educación de un hijo es tan apasionante como ardua, y que los sentimientos de alegría y preocupación se exacerban hasta límites que con frecuencia rayan lo razonable, o incluso lo soportable, en el caso de Alfredo niño, ambas sensaciones las conocieron muy bien tanto María, la madre, como Wenceslao, el padre. Si bien se enternecían y les enorgullecía el carácter intachable de su vástago, no podían evitar sufrir a menudo, muy a menudo, al constatar los numerosos inconvenientes con los que se veía obligado a bregar su criatura, generalmente gestados por la mezquindad obtusa de los demás. Su vecina, Amparo, también madre de un niño de la misma edad y que compartía aula con Alfredo, en más de una ocasión les levantaba el ánimo y les felicitaba por haber criado a un hijo sin maldad, si bien añadía con conocimiento de causa “aunque es verdad que, por desgracia, le iría mejor no siendo tan bueno…”.

Así, en la infancia ya experimentó Alfredo la curiosa sensación de sentirse despreciado por sus iguales, es decir la gente de su edad y quienes compartían principalmente su día a día, mientras que se granjeaba el afecto, y hasta el cariño de quienes pertenecían a las demás esferas, en este caso sus mayores, profesores, parientes, vecinos y gente mayor en general. Con el paso de los años, esta misma circunstancia se repetía cambiando de colectivo en función de la edad de Alfredo y en una dinámica inversamente proporcional, pues mucho tiempo después resultaron ser la mayoría de los adultos de su entorno no familiar quienes lo minusvaloraban, mientras que los niños y los ancianos lo adoraban.

Consecuencia de tan singular como molesta forma de afectividad social, lo cierto es que Alfredo nunca se había sentido uno más, pese a sus contumaces esfuerzos. A sus 33 años, cuando se paraba a pensar y se permitía el lujo de una melancolía agridulce, llegaba siempre a la conclusión de que jamás había tenido amigos de verdad, de esos que están contigo sin pedir a cambio nada más que lo mismo que ellos dieran. Y es que su historia estaba repleta de gentes que lo rodearon simplemente por buscar un provecho, a veces sencillo, a veces claramente abusivo, y que después desaparecían de la noche a la mañana una vez obtenido el fruto perseguido.

Al igual que en los demás campos, Alfredo tampoco había tenido suerte en el terreno sentimental, pues sus aventuras amorosas, además de escasas habían resultado breves y frustrantes. En sus tiempos más juveniles, aquellas muchachas que habían accedido a salir con él, siempre habían discurrido por los mismos caminos. En un principio les sorprendía y les halagaba el carácter inmaculado del joven, sus inagotables ganas de agradar, su obsequiosidad, su galantería irreprochable. Pero poco después acababan perdiendo el interés por él, como si les empalagara la ausencia de aristas, como si les aburriera la previsibilidad absoluta de sus palabras y sus comportamientos. El tópico de la preferencia hacia el chico malote y la invisibilidad sentimental del chico bueno, se acababa convirtiendo en cruel realidad en la vida de Alfredo, quien parecía condenado al papel de desventurado “pagafantas” de manera irremisible.

La vida de Alfredo adulto transcurría sin pena ni gloria. Poseedor de una inteligencia solvente pero sin brillo, de un aspecto correcto pero gris. Cada día constituía un tránsito desapasionado por caminos mil veces andados, sin más aliciente que su obsesión por el inobjetable cumplimiento de sus tareas profesionales y personales. Esto incluía el desempeño escrupuloso de su trabajo en una importante empresa dedicada al apasionante mundo del vehículo industrial, en la que ostentaba un cargo intermedio vinculado al control de las cuentas, ya que una vez superada la carrera de Económicas con singular solvencia, había sido elegido tras un riguroso proceso de selección en el que demostró sus innegables dotes tanto para el cumplimiento desahogado de su labor, como para entregarse prácticamente sin cuestionamiento alguno todo lo que resultara necesario y más, pues continuaba con su costumbre de evitar decepciones en cuantos coincidieran con él en su espacio vital.

En su ámbito personal, también la rutina era la reina. Vivía solo en un apartamento luminoso y bien situado de la capital, cuya hipoteca ya había liquidado con inusitado adelanto a los plazos previstos, circunstancia que no le había resultado complicada, ya que era hombre de costumbres sobrias, vida espartana y enemigo de los vicios, que como se sabe encarecen de forma notable el estilo de vida. Sus únicos gastos, más allá de los inevitables asociados a la alimentación, vestimenta y facturas elementales, provenían del cuidado de sus mayores, pues una vez jubilado su padre y sometido éste a las limitaciones de una pensión famélica, no dudaba en colaborar generosa y discretamente para que el nivel de vida de María y Wenceslao no se hubiera resentido, y pudieran comer con alegría, calentarse en invierno, refrescarse en verano y hasta realizar algún descocado viaje a Benidorm con el IMSERSO y el todo incluido.

De esta manera, visitaba casi a diario a sus padres, les llevaba la compra que jamás les cobraba, los acompañaba cuando lo necesitaban, les daba conversación sobre aquello sobre lo que les apeteciera descubrir o recordar, y de vez en cuando les arreglaba algún enchufe descarriado, puerta chirriante o grifo con problemas de incontinencia. En suma, si siempre fue un hijo modélico, nadie podría decirle que en ningún momento hubiera dejado de serlo.

Pero el hijo, trabajador, pagador de impuestos, conductor y vecino modélico estaba algo harto de serlo. En realidad sabía que su carácter era así, que no podría cambiarlo aunque lo deseara, e incluso eso no le molestaba. Lo que realmente le hacía infeliz era ser consciente de que toda esa bondad arrojada a raudales, acompañada de su apego a la absoluta moderación, no le comportaban más que una vida sin sobresaltos, pero sin alma. Cuando llegaba la noche y escuchaba los pensamientos que a su pesar le acechaban mientras procuraba aferrarse al sueño, la soledad y la monotonía le aplastaban sin recato. En más de un momento de involuntaria vigilia se prometió cambiar. “A partir de mañana voy a ser otro. Es hora de acabar con Alfredito”. Pero en cuanto sonaba el despertador sus ansias de reforma se difuminaban y la luz del día le empujaba a someterse a la dictadura de sus convenciones externas, y quizás de sus internas convicciones.

Concluye la primera parte del relato literario Bienaventurados los bienintencionados

Segunda parte del relato literario Bienaventurados los bienintencionados

Tercera parte del relato literario Bienaventurados los bienintencionados

 

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Jesús Pinar

Vano aspirante al conocimiento. Persigue alejarse de la concepción de una cultura pseudotrascendente. Escribe porque le satisface, procurando compartir de forma cómplice, sin más, su deformada visión lúdica de la realidad. [/author_info] [/author]

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