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Bienaventurados los bienintencionados (segunda parte)

Bienaventurados los bienintencionados (segunda parte)

Relato literario Bienaventurados los bienintencionados (segunda parte)

 

Aquel día era lunes. Tras un domingo cálido de junio, con misa matutina, paella en casa de sus padres, leve siesta en calzoncillos sobre las sábanas de su pequeña cama de 80 y de siempre, y unas últimas horas de lectura cobijado en el aire acondicionado de su apartamento. Un domingo más. Un lunes más. Esa era la previsión. Pero las previsiones a veces fallan, y cuando se espera un día tan sereno como vacío puede llegar arrolladora la ciclogénesis explosiva, o al menos un viento fresco del Norte que modifica el panorama.

Concretamente de Santander. De nombre Ágata y de profesión economista. Unos cuantos años más joven que Alfredo, acababa de entrar en la empresa con el objeto de reforzar el área de trabajo en la que nuestro hombre se afanaba ajeno a desmotivaciones morales. Fue una sorpresa en todos los sentidos. En primer lugar porque nadie le había avisado de que recibiría un refuerzo, y en segundo lugar porque cuando apareció por la puerta sintió que de pronto sus oraciones se habían escuchado en alguna parte. Morena, de sonrisa blanca, cintura prieta y caderas perfectamente redondeadas, Ágata se acercó y le dio dos besos firmes envueltos en un aroma discreto pero profundo. Muchas veces recordó después con el paso del tiempo Alfredo aquella escena de agradable presentación. “Tenemos chica nueva en la oficina, que se llama Farala y es divina” canturreaba a solas en su salón durante muchas tardes, incapaz de concentrarse en la lectura ni en lo que asomaba por la televisión, ni siquiera en sus tareas domésticas siempre tan perfecta y pulcramente planificadas.

Jamás le había sucedido nada semejante, ni siquiera había pensado que le pudiera suceder. Llegar el primero a su puesto de trabajo siempre había sido lo habitual y lo seguía siendo, pero antes centraba el cien por cien de sus pensamientos en las tareas, más o menos complejas, que comportaban sus obligaciones. Ahora, aun desempeñando irreprochablemente su labor, el pensamiento volaba constantemente hacia la joven. Deseaba fervientemente que cada mañana apareciera por la puerta, siempre sonriente, con su caminar elegante, su ropa ceñida y la sonrisa por delante. Y le encantaba adoctrinarla, guiarla, aconsejarla, no sólo porque eso formaba parte de su obligación, sino porque ello conllevaba un contacto estrecho mediante el cual se perdía en los ojos de Ágata, sin poder evitar también furtivas miradas al escote redondeado y sinuoso, a sus manos suaves y delgadas, a su cintura perfecta, o a esos glúteos inobjetables remarcados a menudo en los prietos vaqueros que lucía con soltura la cántabra.

Sólo con eso Alfredo se sentía feliz. Quizás también algo abochornado por esa compulsión erótica que le dominaba, sin duda tan poderosa como la ensoñación romántica que sentía, la cual le servía para arrinconar cualquier sentimiento de culpabilidad que le asaltara, pues acababa convenciéndose de que la llamada sexual no era sino la consecuencia lógica de su profundo e intachable enamoramiento. Transcurrieron seis meses de calidez y pensamientos libidinosos nocturnos, en los cuales nunca emergía poso alguno de frustración por la provisional ausencia del cumplimiento de sus expectativas, sino muy al contrario la ilusión constante por alcanzar algún día la cúspide anhelada.

Y al séptimo mes sucedió. Había sido una semana plena de trabajo y de satisfacciones profesionales, pues el responsable de Recursos Humanos de su empresa le había adelantado que, de inmediato, era ascendido a un puesto relevante, de tan elevada consideración como estimables estipendios asociados. Además ese mismo viernes se unían todos los trabajadores para asistir a la tradicional cena de Navidad. Realmente este acontecimiento socio-profesional nunca había suscitado el interés de Alfredo, quien había asistido a las anteriores más por obligación que por devoción, pues se sentía incómodo ante las efusiones esporádicas e impropias de aquellas fechas, más propiciadas aún por la ingestión abusiva de sustancias invadidas de alcohol y por la desinhibición que acarreaba ésta. Pero aquel año era diferente. Estaba Ágata. Eso lo cambiaba todo, ni más ni menos, hasta tal punto que nuestro hombre estaba dispuesto hasta a participar en el bochornoso karaoke que siempre se organizaba como fin de fiesta, y que constituía el perfecto ejemplo del sentimiento de vergüenza ajena para cualquier observador imparcial y sobrio.

Alfredo se colocó su mejor traje. Adquirió para la ocasión una corbata de unos alegres tonos amarillo y naranja, y limpió con tanto esmero sus zapatos negros de cordones que estos podrían haber constituido un espejo accesorio, o quizás podría haberse servido la cena en ellos. Cuando apareció Ágata en el restaurante de cada año, a punto estuvo de atragantarse con la aceituna con hueso que en aquel momento transitaba entre sus mandíbulas inquietas. Aquel vestido rojo descubría zonas que sólo la imaginación de Alfredo había intuido hasta entonces, pues los muslos asomaban casi en su integridad, y era tan estrecho que los movimientos de la joven, excepto los de sus piernas embutidas en las medias de rejilla, eran algo forzados, como si estuviese constreñida por un corsé desde el culo hasta los hombros. En realidad era así, de tal manera que las curvas de la anatomía de Ágata alcanzaban un grado de sinuosidad y voluptuosidad insuperables. Para rematar el escote era tan generoso que sin duda podría haber servido de canasta para una improvisada competición de lanzamientos de miguitas, servilletas estrujadas o cualquier otro objeto al efecto. Sus pechos redondos y abundantes recabaron las miradas de todos los varones, más o menos disimuladas, lo cual animó aún más a Alfredo a acaparar a la Diosa prieta, y sentarse junto a ella en la mesa.

La cena transcurrió con la liturgia habitual, entre chascarrillos manidos, imitaciones desafortunadas, risotadas enrojecidas y comentarios varios sobre la calidad de las viandas. A Alfredo nada de esto le importaba, pues consiguió abstraerse del clima general y refugiarse en su compañera, con la que conversó inagotablemente, favorecida su extroversión por aquel vino tinto de alto grado y que consumió con una fluidez a la que no estaba acostumbrado, si bien en escasa medida comparado con Ágata que bebía con avaricia, como si de ello dependiera la continuidad de la raza humana.

Y sucedió lo que tenía que suceder. Y pasó lo que Alfredo, sin planificarlo conscientemente, deseaba que pasara. Terminada la cena, a mitad del karaoke estridente y del bochorno inacabable, tomaron sus abrigos entre risas desatadas y aparecieron en el apartamento de él, casi sin saber muy bien cómo. Y allí, un par de copas más entre charlas insustanciales, muy cerca ambos, tan cerca que podían oler el aroma del alcohol ajeno. Poco después acabaron en la cama tras los denodados esfuerzos que acompañaron a la acción de desprenderse del minivestido de la joven, que tras la cena aún se había ajustado más al cuerpo de ésta hasta convertirse prácticamente en una segunda piel. Liberados ambos de todos los aderezos superfluos, se entregaron codiciosamente al pecado de la carne. Alfredo estaba atrapado por un éxtasis que jamás había imaginado y le parecía vivir una de aquellas escenas que tantas veces había visto en las películas de los domingos por la tarde, en las que un barrido de cámara va dejando entrever sutilmente las prendas por el suelo, los restos de las botellas a medio consumir, las sábanas arrugadas, y los cuerpos entrelazados, por fin, mostrando piel en la justa medida de lo socialmente aceptado, incluso con un fino velo disimulador gracias a un estudiado desenfoque tranquilizante.

A la mañana siguiente despertó Alfredo con un leve dolor de cabeza y una sensación intensa de gozo, que se desbarató en parte al constatar que Ágata ya no estaba a su lado y había desaparecido discretamente de su cama. Algo intranquilo acudió a por su móvil, para relajarse de inmediato al leer el mensaje que la joven le había enviado en el que explicaba que se había marchado temprano porque sus padres la esperaban para la cena de Nochebuena en Santander y no podía perder el tren. Más que la explicación, lo que más le satisfizo fue que el texto estaba salpicado de labios rojos y de caras sonrientes. Y en esos besos, y en esa noche, y en su felicidad incontenible, anduvo divagando mentalmente mientras departía cena de Nochebuena y comida de Navidad con sus padres, siéndoles claramente infiel con su pensamiento entregado al cien por cien a su amada.

Concluye la segunda parte del relato literario Bienaventurados los bienintencionados

Primera parte del relato literario Bienaventurados los bienintencionados

Tercera parte del relato literario Bienaventurados los bienintencionados

 

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Jesús Pinar

Vano aspirante al conocimiento. Persigue alejarse de la concepción de una cultura pseudotrascendente. Escribe porque le satisface, procurando compartir de forma cómplice, sin más, su deformada visión lúdica de la realidad. [/author_info] [/author]

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