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Bienaventurados los bienintencionados (tercera parte)

Bienaventurados los bienintencionados (tercera parte)

Relato literario Bienaventurados los bienintencionados (tercera parte)

 

Nunca había tenido tantas ganas de trabajar como aquel día 26 de diciembre, de tal manera que batió su record y apareció en aquel edificio acristalado donde se encontraba su nuevo despacho a oscuras, pues aún ni se habían encendido las luces a unos cuantos minutos de comenzar el horario habitual para la faena procuradora del sustento. Se le hizo eterna la espera, y al final, cuando ya habían aparecido casi todos sus compañeros, surgió radiante la figura espléndida de Ágata, quien había retornado a sus ropas más discretas, concretamente a un pantalón negro y un suéter rosa asaeteado de ribetes grises y rojos. Se dijeron buenos días, como siempre pero acompañados de una mirada cómplice y tierna. Comenzaron a hablar de trabajo, y en un momento dado ella se le acercó mucho y le musitó al oído “Luego hablamos, cariño. Cuando salgamos a desayunar. A las 10 y media, ¿vale?”. A Alfredo le brincó el corazón y le palpitaron las sienes mientras un sudor frío y feliz emergió de las palmas de sus manos, al tiempo que asentía discretamente con una sonrisa de oreja a oreja.

Hasta entonces no habían salido juntos a desayunar. Ella lo hacía normalmente con otras dos compañeras que también habían entrado recientemente en la empresa, mientras que Alfredo o lo hacía solo o con su jefe, cuando éste quería hablarle más a fondo de algún asunto profesional que considerara relevante. Esto en los casos en los que salía, pues era muy común que se le escapara la mañana enfrascado en sus tareas sin acordarse de nutrirse correctamente.

Alfredo deseaba que corrieran las manecillas del reloj que parecían particularmente perezosas aquella mañana. A las diez y diez, se levantó de su silla persiguiendo que el tiempo se le hiciera más fluido, y se encaminó hacia el baño. De camino le pareció escuchar la voz de Ágata, que salía de un pequeño despacho contiguo. Sonrió y pensó en darle una sorpresa apareciendo ante ella, pero consideró que quizás podría interrumpir su conversación y permaneció en la puerta unos segundos a ver si concluía aquella charla sin duda telefónica pues no se oía la voz de interlocutor alguno. De repente una gelidez pétrea le heló la sangre.

“Sí, cariño, no te preocupes. Ya he hecho lo que tenía que hacer. No…, no pasa nada. Tú déjame a mí. Ya te dije que me he enterado de que el día después de año nuevo harán la reunión donde decidirán los nuevos ascensos. Tengo tiempo de sobra para convencer a mi jefe de que cuente conmigo… No cariño, no haré nada que no deba…, ya sabes que te quiero mucho… En cuanto lo consiga podremos irnos a vivir juntos con mi sueldo, y tú podrás dedicarte tranquilamente a escribir tu novela… Claro que te echo de menos, mi vida. Enseguida buscaremos un pisito para alquilar… Sí, vamos a estar como reyes…Yo también te quiero mi amor”.

Alfredo lo escuchó perfectamente. Un “clik” dentro de su cerebro. Pensó incluso en que la inmensa decepción y aquel dolor agudo en las entrañas podía haberle producido algo similar a un derrame en el cerebro. Pero no era así. Simplemente aquel clik venía a significar que “Alfredito” había muerto.

Se apresuró a entrar en el cuarto de baño antes de que Ágata tuviera tiempo de salir del pequeño despacho de las confidencias telefónicas no confidenciales. Y allí permaneció unos minutos. Los suficientes para serenarse y para que dejara de manar sudor frío de su frente. Se lavó la cara y se pellizcó las mejillas, como había visto hacer tantas veces a su madre, a fin de que desapareciera esa palidez casi espectral que había adquirido su rostro.

En los seis días sucesivos, Alfredo tuvo tiempo de practicar repetidamente la mejor y más dulce de sus sonrisas. Cuando en aquel desayuno Ágata le dijo que era un hombre maravilloso y que estaba enamorada de él. Cuando un día después le dijo que se había enterado de que los jefes, entre los que ya se encontraba él, iban a hacer una reunión el día 2 de enero para elegir a la gente que debía promocionar, y que sería estupendo que él la propusiese a ella porque de esa manera con los dos sueldos podrían vivir su amor sin privaciones y en un piso más grande que el que Alfredo ocupaba ahora. Cuando en pleno trabajo recibía mensajes de ella con labios y más labios, repletos de “te quiero” y “te deseo”. Cuando le dijo que no podría pasar el fin de semana con él porque se iba a Santander a ver a sus padres, pese a que el día antes le había escuchado comentar a una compañera que sus progenitores se habían ido a Fuengirola, donde pasarían la Nochevieja. Cuando llegaba el final de la jornada y él le proponía que cenaran juntos y ella componía un mohín encantador de tristeza infinita porque le era imposible por múltiples e inaplazables obligaciones de todo tipo (poseía una brillantísima imaginación excusatoria). Cuando por fin, el día antes de irse a Santander y tras la inagotable insistencia de Alfredo, la joven accedió y éste le preparó una opípara cena entre ramos de rosas y vino de Ribera del Duero, y yacieron por segunda vez entre jadeos fingidos en un orgasmo de inapelable mentira.

Con esa misma sonrisa, informó Alfredo en la famosa reunión del día 2 de enero a sus compañeros directivos que él llevaba muy poco tiempo ejerciendo una función de tan alta responsabilidad y que aún no conocía en profundidad a los candidatos a ocupar mejores puestos, pero que lo único que tenía claro es que en su departamento no podía seguir aquella joven que había entrado hacía poco. ¿Cómo se llamaba?… Ah, sí, Ágata. Su trabajo resultaba tan ineficiente que debía de revisarlo todo y rehacer gran parte. El jefe supremo levantó las cejas como signo de evidente sorpresa y comentó que daba la sensación de que sin embargo tenían una correcta relación personal, a lo que Alfredo contestó, con la misma sonrisa, afirmando que era partidario de mantener las formas y construir una relación cordial con cualquier trabajador, independientemente de sus aptitudes profesionales, a lo que el superior asintió con gesto de satisfecha comprensión.

Al salir de la reunión Alfredo dejó aparte su sonrisa de aquellos días para dar paso a una expresión maravillosamente compungida que debió entrenar previamente ante el espejo del mismo baño de caballeros en el que días antes fue consciente de la muerte de Alfredito. Se encaminó hacia su nuevo despacho y le pidió a Ágata que acudiera. Ésta lo hizo con una sonrisa confiada, que se petrificó de inmediato hasta convertirse en una mueca desesperanzada cuando su arrebatada pasión le comunicó que, muy a su pesar y haciendo inútiles sus esfuerzos por convencer al jefe, éste había decidido no sólo no promocionarla, sino dar por terminada su relación laboral con la empresa. Para leve disgusto de Alfredo, Ágata fue capaz de sujetar sus desconsoladas lágrimas guardando una compostura intachable. Recogió sus cosas y le dijo que en un par de días, cuando hubiera superado tan amargo trance, le llamaría para verse.

Fue su última mentira. Al día siguiente partió para Santander a consolarse en los brazos pálidos y poco trabajados de su novio bohemio a quien nunca le contará cómo había desperdiciado su tiempo y su cuerpo con aquel inútil Alfredito, que para ella había muerto irremisiblemente.

Para ella y para todos los demás. Alfredito nunca volverá, y un caparazón rocoso envuelve sin rendijas lo que antes era un halo de bendita ingenuidad. Hasta sus padres lo perciben. Quizás sus deseos por fin se habían cumplido. Pero lo cierto es que, como tantas veces sucede y de acuerdo con nuestro permanente afán de insatisfacción, ya están echando de menos al atento y encomiable Alfredito. En realidad todos lo echan de menos, a excepción de sus jefes, encantados con la rentable nueva faceta de directivo duro y exigente que ha emergido pujante (“todos cambiamos cuando tocamos el poder”).

Alfredo ya no está tan solo. Hoy casi siempre está rodeado de gentes que no son importantes para él. Ha perdido su confianza en los demás, a los que nunca mira con ojos inocentes. Si alguien tiene que hacer daño, lo hará él. Nadie le guarda el menor asomo de lástima. Únicamente y a veces, él mismo.

FIN

Concluye la tercera parte del relato literario Bienaventurados los bienintencionados

Primera parte del relato literario Bienaventurados los bienintencionados

Segunda parte del relato literario Bienaventurados los bienintencionados

 

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Jesús Pinar

Vano aspirante al conocimiento. Persigue alejarse de la concepción de una cultura pseudotrascendente. Escribe porque le satisface, procurando compartir de forma cómplice, sin más, su deformada visión lúdica de la realidad. [/author_info] [/author]

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