Relato literario Cuentecillo de Navidad (segunda parte)
Hoy era Nochebuena y mientras Ambrosio terminaba de arreglarse para darse un paseo por el centro de Madrid, como tenía por tradición en esta fecha desde que se separara para empaparse de un ambiente cargado de frío y regueros interminables de humanidad, en tanto reflexionaba y concluía en que de esta manera al menos huiría eventualmente de su segura soledad, y sería la manera de compartir su espacio y sus pasos con alguien más que con Candela, la mujer que venía a limpiar dos días a la semana a su casa y que estaría a punto de llegar.
Pese a la hora temprana en que abordó la vía pública, el autobús se hizo esperar y en consecuencia iba atestado. A mitad de recorrido consiguió acceder a un asiento, en dura competencia con un joven adornado con auriculares escandalosos, quien pese a estar peor situado a punto anduvo de arrebatarle el preciado tesoro, pero Ambrosio ya contaba con larga experiencia y sabía cuándo era ineludible acelerar sus movimientos discreta pero eficazmente. Gozó de esta manera de la arrebatadora conversación de sus vecinas de los asientos precedentes, quienes no mostraron pesar ni recato alguno en manifestar con un tono de voz manifiestamente reducible cual sería el menú para la singular noche que se avecinaba, y con cuantos comensales contarían, así como la descripción detallada de alguno de estos, intercalada con reproches colosales que consiguieron que Ambrosio rememorara, muy a su pesar, a la zorra asquerosa, quien actualmente compartía vida con un antiguo cartero postal reconvertido en la actualidad en próspero hombre de negocios, regentador de una tienda de productos ecológicos y artículos biodegradables, pese a lo cual sorprendentemente se arrastraba por la existencia últimamente con una faz pálida y ojerosa. Ambrosio daba por seguro cual era la razón para ello, así como que no mejoraría su aspecto aunque cambiara su ensalada de alfalfa por unas hermosas judías blancas con chorizo.
Una vez alcanzado el objetivo el autobús descargó a sus pasajeros, quienes se dispersaron de inmediato en diversas direcciones y con diferentes velocidades. Ambrosio era de los que no tenían prisa por y para nada. En realidad no tenía un destino prefijado. Sólo pretendía divagar por la urbe repleta, detenerse a contemplar algún artista callejero, algún escaparate particularmente atractivo, algún retazo de vida que le ayudara a escaparse de la suya.
Algo no iba bien este año. Algo no iba bien esta Nochebuena. Generalmente había disfrutado de su baño de inmersión en la colectividad, en el ambiente festivo, liviano, quizás insustancial que impregnaba sin sutileza las avenidas amplias y los callejones retorcidos del centro de la capital, pero hoy notaba que según avanzaba el tiempo y el recorrido en lugar de sentirse integrado en el inconsciente jolgorio, se iba adueñando de él una congoja impía que anudaba su garganta y humedecía su mirada, cada instante más lánguida, como la de una enamorada despechada.
Comenzó a experimentar una suerte de angustia vital, y por mucho que intentaba abstraerse de esa negrura anímica, no lo conseguía. Su mente se veía invadida por pensamientos oscuros, por una rebeldía opaca ante la constancia inevitable de su permanente frustración. No había manera, en suma, de conseguir evadirse de si mismo y de su realidad, como tantas otras veces sí lo hiciera.
Apenas llevaba una hora deambulando cuando no pudo más y decidió a su pesar abandonar su terapia de lucha contra la melancolía, y su paseo por la atmósfera pretendidamente mágica de aquel día. El autobús ahora tuvo la consideración de recogerle con premura. Apenas le acompañaban una docena de personas en el trayecto de la vuelta a casa, generalmente los más diligentes a la hora de cumplir con sus compromisos de compras obligadas. Ahora el silencio era prácticamente absoluto, sólo discretamente perturbado por la conversación acolchada de dos mayores que recordaban sus infantiles navidades, repletas de gelidez y ausencia de regalos, pero aun así situadas en el altar de la añoranza.
El trayecto de vuelta se le hizo a Ambrosio extremadamente corto. Había menos circulación para la salida del centro lógicamente, y además ayudaba a su percepción el hecho de que realmente tampoco tuviera ganas de volver a casa. No obstante, una vez en su barrio emprendió, por costumbre y por ausencia de alternativas apreciables, el camino de vuelta al hogar que se le antojaba particularmente inhóspito hoy.
Al entrar a su portal se cruzó, saludo mediante, con Anselmo. Éste era un cura jubilado, y condición de tal a punto estuvo Ambrosio de solicitarle algún tipo de especial absolución, o incluso exorcismo, a fin de procurar la expulsión de aquellos demonios negros de pesimismo vital que se habían hecho fuertes en su alma atribulada. En lugar de eso, barbotó desganadamente un “buenos días” que sonó a funeral, quizás a funeral de estado con minúsculas.
Antes de introducir la llave en la cerradura, Ambrosio se detuvo unos instantes, expectante y algo aturdido pues le parecía haber escuchado algo parecido a un sollozo o un quejido lastimero que parecía proceder del interior de la casa. Sin poder confirmar tal sensación se introdujo en su domicilio discretamente, para al instante corroborar que no era su imaginación aturdida la que había disfrazado la realidad.
Allí en su salón, poseída por un arranque de doloroso penar, yacía en el sofá burdeos Candela, su asistenta por horas de lunes y jueves, desmadejada y al parecer inconsolable, con un brote de llanto estremecedor. Estaba la mujer tan recogida en su congoja que no se apercibió de la llegada del empleador discontinuo. Ambrosio nunca se había fijado en Candela, pero ahora tendida con desmayo en el mismo lugar en el que él se sentaba a disfrutar de las tonterías televisivas, sintió una especie de cosquilleo en el estómago al vislumbrar el cuerpo delgado pero sinuoso de la doliente. Casi simultáneamente un sentimiento de culpabilidad se hizo fuerte en su ánimo, lo que sólo arruinó en parte la sensación placentera de la visión inesperada. No estaba bien quedarse arrobado en la contemplación de una persona que estaba sufriendo de manera tan obvia. Pero el escalofrío cálido no desaparecía.
En estas, Candela levantó su mirada repentinamente atisbando a Ambrosio, al tiempo que notó éste como se ruborizaba de inmediato. Le pidió perdón con la voz temblorosa, añadiendo que no sabía cómo excusarse. “No necesito excusas, sino que me cuentas qué es lo que te pasa, Candela”. Ella abrió mucho los ojos, sorprendida y aliviada, y mientras se secaba suavemente las lágrimas le contó que su ex marido le estaba haciendo la vida imposible, que no sólo no aportaba nada para mantener a su hijo Carlitos desde que se habían separado hace ocho años, sino que además se jactaba de lo bien que le iba con su nueva mujer Colombiana por lo caliente que era en la cama, y lo complaciente en general. Quizás los adjetivos los situó a la inversa, pero lo cierto es que Ambrosio pese a su genuina buena voluntad escuchaba la melodía, pero no se concentraba en la letra, perdido como estaba en los ojos húmedos, verdes y de pestañas larguísimas de Candela.
Cuando ésta acabó de hablar, explicando circunstancias que a su receptor se le escaparon casi por completo, Ambrosio no se pudo reprimir y se acercó a ella abrazándola con fuerza, casi con avaricia. Al súbito y confortador calor de ese instante, le siguió la terrible incertidumbre de esperar la reacción de ella cuando el abrazo llegó a su fin. En ese momento Candela, muy cerca, lo miró con el ansia de la ternura correspondida y, tan sorpresiva como espontáneamente, lo besó despacio en los labios, con dulzura pero con un asomo de pasión sin desbocar.
Aquella noche, Ambrosio no fue a cenar con su madre y el actual marido de ésta. Se excusó de tal compromiso aduciendo una transitoria dolencia gástrica tan intrascendente como inexistente. Decidió hacerlo en su casa. Y Candela también. De esta forma unieron soledades y animados por el champán francés que guardaba Ambrosio para una ocasión especial, tuvieron la oportunidad de conocerse mejor y de comprobar que ambos guardaban dentro una fogosidad que creían desbancada por las decepciones.
Desde entonces la Nochebuena para Ambrosio y Candela hace honor a su nombre.
FIN
Concluye la segunda parte del relato literario Cuentecillo de Navidad
Primera parte del relato literario Cuentecillo de Navidad
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Jesús Pinar
Vano aspirante al conocimiento. Persigue alejarse de la concepción de una cultura pseudotrascendente. Escribe porque le satisface, procurando compartir de forma cómplice, sin más, su deformada visión lúdica de la realidad. [/author_info] [/author]