Hoy en día ya (casi) nadie lee a Gabriel Miró. Y es una lástima porque es un autor del que todos podemos aprender. Quisiera aprovechar que se cumplen cien años de la publicación de su novela El abuelo del rey no sólo para aludir al libro sino para brindar mi pequeño homenaje al escritor.
Gabriel Miró (1879-1930) constituye un claro ejemplo de lo crueles y arbitrarias que son las modas en literatura y del daño que los tópicos pueden llegar a causar en la reputación póstuma de un autor. En España tenemos unos cuantos casos de esta índole (dos de los más recientes son los de Cela y Umbral) y en el resto del mundo tampoco andan descalzos en tales lides.
A Miró se le han achacado cuestiones como su pulcritud y excesivo cuidado en el uso del lenguaje (como si dicha cosa fuera un demérito para un escritor), su obsesión por la captación de sensaciones hiperestésicas (y qué otra cosa no hizo Proust en su magna obra) o su estilismo anacrónico y barroquizante (ahí es nada). Un inteligente artículo de Guillermo Laín Corona profundiza sobre buena parte de estos aspectos.
El problema es que de tanto insistir la industria editorial se lo ha creído y ha dejado de editar las obras del escritor, con el consiguiente perjuicio para las nuevas generaciones de lectores que, simplemente, ni siquiera han oído hablar de él y se ven privadas de un potencial goce estético de considerable relevancia. De ahí que sea tan de agradecer el esfuerzo realizado por la Fundación José Antonio de Castro, quien ha publicado las obras completas del autor con la cuidada edición del profesor Miguel Ángel Lozano Marco.
El abuelo del rey narra la historia de la villa de Serosca (trasunto de Alcoy) a través de las vicisitudes de tres generaciones de personajes, encabezados por Don Arcadio Fernández-Pons. Junto a él se encuentran su esposa Rosa, el hijo Agustín, la nuera Carlota, el nieto Agustín, su inseparable amigo el músico don Lorenzo, así como los siempre dispuestos don César (catedrático y aspirante a erudito) y Llanos (industrial de profesión). Miró nos presenta un mundo de costumbres inveteradas, de guardar las apariencias, de indolente dejar pasar las horas, los días, los años.
Pero el texto va mucho más allá de esta sencilla anécdota. Mediante su particular técnica narrativa sustentada en la descripción de emociones, que aúna la precisión de un reloj suizo con la dolorosa belleza de un cuadro de Rafael, Gabriel Miró nos sitúa ante una reflexión moral sobre lo que supone el transcurso del tiempo y sus efectos devastadores en los individuos y en el entorno que los rodea.
Eso sí, la propuesta del autor no va tanto en los términos de añoranza o busca del tiempo perdido sino más bien en la distorsionada percepción del pasado desde el presente y en la incapacidad nunca asumida de adaptarse a los nuevos tiempos (en este caso encarnados por quienes proceden de la Marina, esa raza nueva que se enfrenta en silencio a la vieja raza cuyo paradigma es Don Arcadio). Es decir, Gabriel Miró se sitúa más del lado de Bodin, Castiglione o el propio Virgilio (“provehimur porto, terraeque urbesque recedunt”, “nos alejamos del puerto, retroceden las tierras, las ciudades”) que del bando de Proust.
La lectura de El abuelo del rey nos permite recuperar algunas palabras de la lengua castellana que ya casi se han perdido por el poco uso que hacemos de ellas: almanta, almeza, almocafre, bujeta, capacete, cínife, deliquio, fisga, herreñal, liño, puérpera, trebejo… Y son sólo algunas de ellas.
El libro contiene descripciones realmente conmovedoras: en ocasiones nos enternece (la torpeza de don Arcadio y su ensimismamiento que alcanza elevadas cotas de egoísmo) y otras veces nos sobrecoge la crueldad de lo narrado (un mero ejemplo en el que se da cuenta de la matanza de unos polluelos de halcón: “Hizo del ramaje travesaños para cerrar la salida; y les arrojó una pelota de fuego que encendió la leña, la hojarasca y la desnuda carne de las pobres aves. Ellas brincaban, se retorcían ardiendo, se arrastraban sobre su cama de lumbre… Todo lo cegó el humo… Crepitaban los huesos, el musgo tierno, las plumas; se oía el borbollar de la grasa, el quejido de las vidas recientes que se fundían, que goteaban en sus mismas ascuas”).
Con El abuelo del rey Gabriel Miró termina de recorrer la senda que había iniciado años atrás con Las cerezas del cementerio y comienza su etapa de madurez sustentada en un conjunto de títulos que se publicarán a lo largo de los quince años siguientes, entre los que se incluyen Figuras de la Pasión del Señor, El humo dormido, Nuestro Padre San Daniel o El obispo leproso.
Ignoro lo que el futuro deparará al legado literario de Gabriel Miró. Me gustaría que sus libros volvieran a ser editados y, sobre todo, volvieran a ser leídos. Desde luego El abuelo del rey resulta una magnífica manera de (re) encontrarnos con tan interesante autor.
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Gabriel Miró. El abuelo del rey. Biblioteca Nueva.
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