José Luis Hidalgo. Es posible que el nombre no diga mucho a buena parte de los seguidores de Cincuentopía pero podemos asegurarles que se trata de una de las más grandes voces líricas de la poesía española del siglo XX. Así como suena.
Ni la vida ni la muerta han sido generosas con José Luis Hidalgo, de cuyo nacimiento se cumplen ahora cien años. Nacido en la localidad cántabra de Torres el 10 de octubre de 1919, con apenas nueve años quedó huérfano de madre, una pérdida que marcó profundamente su producción.
Estudió en las Escuelas del Oeste de Torrelavega, actualmente conocidas como Colegio Cervantes. Tras comenzar la guerra civil, consigue trabajo como profesor auxiliar de dibujo (su otra gran faceta artística) en el instituto de Torrelavega.
No obstante en 1938 es movilizado, integrándose en el cuerpo de ingenieros del bando de los sublevados. Tras concluir la conflagración bélica, inicia sus estudios en la Escuela Superior de Bellas Artes y entra en contacto con el grupo de poetas que crearon la revista Proel en noviembre de 1942.
Su obra de se enmarca dentro de la conocida como poesía existencial española de posguerra, erigiéndose en precursor de la denominada «Quinta del 42».
Son años frenéticos de estudio, viajes, publicaciones en revistas, exposiciones, diseño… Por desgracia, José Luis Hidalgo enferma de neumonía y fallece en Madrid el 3 de febrero de 1947, cuando ni siquiera había cumplido treinta años y lo mejor de sí estaba todavía por llegar.
Hoy es poco lo que se conserva de José Luis Hidalgo: un monumento en el parque de Mesones de Santander, algunos carteles creados para la Olimpiada Popular de Barcelona celebrada en 1936 y, sobre todo, su producción lírica.
El Centro de Estudios Montañeses ha publicado su obra, que es accesible online a través de este enlace. Estamos seguros de que aquellos seguidores de Cincuentopía que lean su contenido se van a emocionar.
El mejor homenaje que podemos brindar a José Luis Hidalgo es no olvidar jamás su legado. Así de hondos y sobrecogedores suenan los versos de su poema Los muertos:
«Hoy vengo a hablarte, mar, como a mí mismo.
Como me hablo cuando estoy a solas,
cuando alejado de los tristes días
que nos contemplan desde el ojo humano
acerco el ascua tenebrosa y sola
al principio del ser, a las raíces
donde alborea, matinal y oscura
la caricia primera de la tierra.
A hablarte vengo, mar, como a mí mismo,
en esta noche mineral y lúcida
mientras la luna, desde arriba, arroja
sobre los mundos una luz calcárea
y en el bisel del horizonte hiere
su duro, lento y solitario hueso.
Desde hace siglos sin cesar palpitas
tu blando corazón contra las rocas
que ante tu orilla, para siempre oyéndote
se bañan mansamente o se derrumban
fingiendo limos, donde solo existen
aristas de ira para tus entrañas.
Hoy vengo a hablarte, porque tú, conmigo
naciste y sin cesar crecimos
cuando en la rosa del albor primero
con vesperal y fabuloso ojo
detrás de los helechos acechaba
el paso de los corzos y la sangre,
empapando la tierra, me llamaba
hacia los bosques, como el fuego ardiente
de una lejana y cegadora estrella.
En esta noche en que mi historia acaba,
en que los siglos sordamente suenan
bajo las plantas de mis pies desnudos,
bajo la tierra donde crecen árboles
y las palomas y las flores vuelan
junto a la hermosa garra de las águilas…
A ti, acudo, mar, en esta hora
porque el destierro de tu voz me llama
y en el hondón de mis entrañas siento
removerse otra agua clamorosa.
Tú solo, mar y mar, gimiendo
la soledad tremenda del que a nadie
puede decir su soledad. El mundo,
las lejanas estrellas que podían
escuchar tu dolor o presentirlo,
estaban lejos, porque Dios quería
tu sola soledad, tu dolor solo
como un terrible cántico a su gloria.
Quieta y muda, la tierra, duramente
diques ponía a tu invasora forma
que imitaba la vida de los pétalos
o la erizada furia de la selva.
-Nunca nos conocimos. No sabíamos.
Distintas nuestras sangres se ignoraban:
la tuya verde, transparente y única;
la mía roja, sordamente múltiple…-
En esta noche, mar, en esta noche
cuando la luna desde arriba arroja
sobre los mundos una luz calcárea
y en el bisel del horizonte hiere
su duro, lento y solitario hueso,
yo te pregunto lo que están buscando
ese fragor dulcísimo de manos,
esas inmensas lágrimas que chocan,
el eco interminable de las aguas
que como cuerpos sobre ti se aman.
Dime qué buscas, mar, qué es lo que busco
cuando temblando de la orilla huyes,
cuando temblando del amor me alzo,
cuando la mano en mis entrañas hundo
y golpeo sobre ellas como un látigo
cuando royendo la caverna oscura
te rompes con horror contra un peñasco
o ya en la calma de una tarde triste
acaricias, soñando, antiguas playas…
En esta noche, mar, en esta noche
en que mi sino solitario tiende
su milenario cuerpo por tus costas
mientras los viejos musgos y los líquenes
prenden grises hogueras a tu orilla
donde queman su óxido de sombra
las invisibles razas invernales
que algún día se fueron de la tierra
yo pregunto el destino de los muertos
que antes que yo nacieron y gimieron
para darme a la luz, de los que en siglos
y siglos, se tendieron como gérmenes
para que el fuego vivo de mi cuerpo
alma les diera cuando los recuerde.
Yo pregunto el destino de su sangre
corriendo como un río sin orillas
al inquietante reino donde todo
-la carne con la carne, el cuero húmedo,
la tierra junto al tacto deshaciéndose-
forman breves coronas desoladas,
transparentes cenizas que se rinden.
Busco en la sombra. Allá, por los confines
de la mano que elevo como un pájaro
más alta que mi frente. Aquí termina
todo entero mi ser, la carne acaba
y comienza la estela de los astros,
la clamorosa luz de las estrellas.
Aquí comienza el mar. Yo soy el único
junto al que habita solo, desde siempre,
la eternidad errante de la tierra.
Aquí comienza el mar, aquí termino.
Solo después que yo mi voz humana,
un recuerdo sereno en el vacío.
-Por debajo de mí los enterrados,
como fríos veleros, navegando
por otro mar sombrío, el de la muerte,
donde un viento, que es tierra, los empuja
hasta el confín ardiente de mi vida.
Dios no pregunta, porque Dios se basta.
La tierra calla, porque nada espera.
El mar hermoso, bajo los luceros,
y el hombre solo, bajo los planetas,
su muerte inútil, sin morir, rechazan
contra la roca ciega del futuro».
«Dejadme aprovechar -escribió- el afecto que todavía hay en mí, para contar los aspectos de una vida atribulada y sin reposo, en la que la infelicidad acaso no se debió a los acontecimientos por todos conocidos sino a los secretos pesares que sólo Dios conoce».
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