Breve tributo a la memoria de mi madre.
“Supe de tu ausencia cuando pregunté en mi vacío”. Tu hija.
En una tumba sin su nombre esparcimos sus cenizas una soleada mañana de marzo, dos días después de que nos dejara. Ése fue el lugar que escogió. Así lo quiso mi madre y así lo hicimos.
En la tumba descansan los restos de su abuela, y su nombre, el de mi bisabuela, esculpido en la lápida que la corona; pero no quiso que añadiéramos el suyo, tan sólo deseaba volver al lugar que añoró cada uno de los días de su vida y pasar allí el resto de la eternidad. “¡Vaya tontería! –decía-, malgastar dinero en poner mi nombre”. Así era ella… Hoy, tan sólo se puede leer un sencillo “Pilar te acompaña”, homenaje de mi hermano menor forjado por uno de sus amigos, en el frontal de la valla de hierro de escasa altura que la delimita.
Un pequeño y recogido cementerio de un pueblo de Burgos al que estaba emocionalmente ligada era lo único que deseaba; el pueblo donde pasó parte de su infancia, el período más feliz de su vida, como siempre lo recordó; donde cada año que volvía paseaba por sus calles con la misma ilusión que lo hiciera el primero desde su regreso a la ciudad: “¡Anda! Han cambiado el cuartel de la Guardia Civil –exclamó el año que lo trasladaron a uno recién construido-. A la izquierda estaba la Oficina de Correos; ¡vaya!, ¡también la han quitado! … Allá abajo, la panadería y ahí, justo enfrente, la bolera… Mira –decía delante de la puerta-, ésta era la farmacia; ¡menos mal que no han tirado aún la casa!, y aquella ventana era la de mi habitación; ¡la de horas que me pasaba mirando los pájaros que se posaban en ese árbol! –señalaba al único que había en aquel rincón-. ¡Qué mala estudiante fui!; se me iba el santo al cielo con el vuelo de una mosca –se reía recordando-… ¡Fíjate!, aún se ven las marcas donde estuvo la placa… Aquí mismo –indicaba unos pasos más adelante- paraba el autobús de línea, al lado de la Fonda. ¡Entremos!, ¡vamos!, a ver si Tili anda por ahí dentro”.
Aún resuenan en mis oídos los ecos de su voz alegre, risueña; la escucho clara, nítida, explicándome, año tras año, lo que un día hubo o lo que todavía permanecía en cada rincón de sus calles, y, en mi recuerdo, sigo viendo su cara radiante, iluminada, disfrutando, como la niña que anduvo por aquellas calles, de aquellos paseos por su “paraíso perdido”, como yo le llamaba.
Recuerdo también el día que por primera vez le mencioné mi particular apelativo. Estábamos sentadas en el cuarto de estar y ella me contaba, con su eterna sonrisa y riendo a cada rato, sus peripecias, sus recuerdos de aquel tiempo. Es tu “paraíso perdido”, se me ocurrió entonces. Me miró sorprendida y respondió: “así es; lo has definido muy bien”. “Mi paraíso perdido”, repitió de nuevo, bajando la cabeza, con nostalgia; con mucha, demasiada añoranza.
“¡Boti!, pero ¡qué alegría verte por aquí!”, decía, abrazándose a ella, cualquiera con quien se encontrara; hasta el día que recorrió las calles sin tropezarse con conocido alguno.
Boti, así la llamaban cariñosamente, porque durante diez años, en aquel pueblo, fue la hija de “la boticaria ”.
Incluso hoy, se me hace extraño escribirlo aquí, pero ella lo repetía con la misma naturalidad como decía su nombre, aunque no su nombre de pila sino el diminutivo que siempre conservó y que precisamente le añadieron también en aquel querido y recordado pueblo.
¡Quién me iba a decir por aquel entonces que ése sería el destino al que finalmente volvería!
Mi madre me dio, nos dio, un ejemplo de dignidad, de sencillez, de naturalidad, de sobriedad, de calma, de paz, cuando tuvo que enfrentarse a la enfermedad; actitud que mantuvo hasta el último suspiro, sabiendo, como intuía, pues pese a su certeza nunca se lo confirmamos, que había llegado el final. Aceptó su destino con la misma serenidad que había vivido: sin una lágrima, sin perder la sonrisa, sin una queja, sin un reproche; agradeciéndonos constantemente las atenciones y el cariño que la dedicábamos. Fue una enferma ejemplar, como fue para mí la mejor madre del mundo.
“No puedo dejaros fortuna porque carezco de ella -repetía a menudo- pero os voy a dejar la mayor fortuna que puedo: todo mi amor”
Ese fue el mayor legado que pudo dejarme y que conservo grabado en mi corazón.
El día que nos dejó, por una extraña pero afortunada casualidad, estábamos todos sus hijos junto a ella. Cuando notamos que aquellos eran sus últimos momentos, nos pusimos, nerviosos pero serenos y con el corazón encogido, todos en pie y cada uno acarició la parte más cercana de su cuerpo. Queríamos que supiera, si es que existía la más mínima posibilidad, que estábamos allí, acompañándola en el último paso de su viaje por la vida.
4 comentarios. Dejar nuevo
Pilar me ha sucedido lo mismo que estoy segura te ha sucedido a ti, cuando has leído las hermosisimas palabras llenas de amor y añoranza de tu hija Mar. Apenas puedo leerlas y escribir, tengo los ojos llenos de lágrimas y el corazón lleno de numerosas emociones. Te sigo echando de menos, te sigo y seguiré queriéndote sin olvidarte. Mil besos a las dos. Gracias Pilu por Mar, gracias Mar por dejarnos compartir el alma de tu madre.
Muchas gracias por tu comentario. Desde el relato es sumamente hermoso y emotivo. Estamos deseando poder ofrecer nuevos relatos de Mar.
Un saludo muy cordial
Cincuentopía
¡que bonito! las dos muy ligadas a ella, las tres muy charlatanas, las dos muy entrañables, las tres muy chistosas, las dos añoráis, las tres muy emotivas. ¡que bonito!
Muchas gracias por tu comentario, Gemma. Nos alegramos de que te haya gustado.
Un saludo muy cordial
Cincuentopía