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La niña de mis ojos

La niña de mis ojos

La niña de mis ojosLa niña de mis ojos, por Jesús Pinar

Debíamos apestar como ganado estabulado. Una sutil película de sudor perlaba mi frente y humedecía visiblemente abundantes parcelas de mi cuerpo hasta configurar una anatomía poco seductora, revestida con aquel pantalón de chándal azul marino ajustado, que apenas alcanzaba los tobillos, y con la camiseta rojiblanca de las grandes tardes de fútbol en el descampado, o más bien rosiblanca, desvaída y mate después de tantos lavados, y tanta brega, y tantos aterrizajes entre piedras, matojillos de hierba reseca y algún que otro resto de civilización tan poco estético como recomendable para rebozarse en él.

No había sido de las peores tardes de aquel julio de canícula impía, y algunas nubes blanquecinas e inofensivas habían contribuido a relajar los calores haciendo soportable la práctica deportiva, si bien con aquellas edades de pujanza e inconsciencia, las trabas climáticas sólo las constituían los chaparrones que enfangaban la tierra y asustaban a las madres, que no querían hijos empapados y candidatos a enfermar. Tras finalizar la práctica deportiva, ahora todos los intervinientes buscábamos con cierta desesperación aquella fuente cercana al objeto de paliar la evidente deshidratación que nos consumía, empapándonos la cabeza y bebiendo y bebiendo hasta notar el estómago tan repleto de agua que al movernos sentíamos las oscilaciones de la masa acuosa dentro de nosotros, y temíamos que si dábamos un salto después, pudiera asomar algún chorro líquido por nuestras orejas enrojecidas.

Aquella tarde estaba relativamente satisfecho de mi actuación. Había marcado un par de goles, si bien es cierto que más fundamentados en el oportunismo y la endeblez de la defensa rival, que en acciones de talento reseñables. Yo estaba lejos de ser una figura del balompié, pero a esfuerzo y voluntad me ganaban pocos, y eso me convertía en, al menos, uno de los elegidos entre la masa media de los jugadores y me evitaba resultar uno de los descartados que quedaban siempre, entre humillados y resignados, para el final. En aquella panda de adolescentes, resultaban ser Fernández y Osorio, lentos, descoordinados, y capaces de patear al aire en vez de al balón, cuando menos, tres o cuatro veces en cada partido. Precisamente fue Osorio el que me regaló uno de los dos goles convertidos, al enviarme un magnífico pase en contra de sus intereses y dejarme solo delante del portero, que además tuvo el detalle de abrir generosamente sus piernas para facilitar que el esférico transitase entre ellas, antes de atravesar la imaginaria raya de gol que unía aquellos pedruscos colocados a modo de postes de escasa relevancia vertical.

Bien es verdad que mi satisfacción no era plena puesto que mis dos goles no habían evitado la derrota de mi equipo por un ajustado 9 a 7, y yo albergaba el convencimiento de que la decisión de colocar a Fernández como nuestro portero había sido un craso error del capitán, dado que al menos la mitad de los goles encajados abochornarían al mismo Cantinflas en caso de que el puesto de cancerbero le hubiera sido confiado a él, habiendo sido el culmen de la actuación de nuestro portero aquel intento de despeje de puños de un balón inofensivo, que con tan simpar desacierto había adquirido la trayectoria contraria para entrar mansamente en nuestra portería, para el general desconsuelo propio y alborozo no exento de mofa antideportiva de nuestros rivales.

Además he de reconocer que me hallaba frustrado tras el intento fallido que protagonicé en la segunda mitad de realizar el famoso regate conocido como cola de vaca, y que más bien resultó ser un pedo de buey, pues en lugar de conseguir que el balón se adhiriera magistralmente al interior de mi pie izquierdo, lo que logré fue pisarlo y caer estrepitosa e indignamente sobre el duro terreno de juego, con tan mala suerte añadida que una piedra miserable y puntiaguda se hincó rastreramente en mi trasero, inútilmente protegido para la ocasión por el fino tejido de mi chándal antediluviano. En mi interior maldije a la puñetera piedra, tanto como a aquel vídeo en blanco y negro del jugador brasileño que me había fascinado con la ejecución brillante de aquel regate que jamás volví a intentar en público.

Concluido el magno evento deportivo, los protagonistas nos íbamos disgregando ordenadamente, cada uno hacia sus casas por lo común, pues sudados como pollos mareados era difícil marcarse otras alternativas razonables, si bien algunos se pasaban por los billares para redondear la tarde y, simultáneamente, para dejarse unos duros y esparcir graciosamente su hediondez allá por donde pasaran. Ninguno usábamos aún desodorante en aquella época y con nuestros tiernos quince años, pues al fin y al cabo aquel sugerente anuncio publicitario de los limones del Caribe parecía ir dirigido a las mujeres, y por demás guapas, jóvenes y de perfectas hechuras, sector de la población muy admirado por nosotros pero con el que no nos veíamos identificados.

Yo ya me encaminaba sin prisas hacia la paz de mi hogar, acompañado tan sólo por mi amigo Francisco, Paquito en confianza, quien no paraba de hacer referencia a cada una de las incidencias del partido que le habían parecido reseñables, si bien lo que resaltaba con machaconería era la execrable actuación de nuestro guardameta y la estupidez supina del dueño del balón, y por tanto capitán de nuestro equipo, que no tenía la menor altura en conocimientos tácticos, lo que nos había conducido a una derrota inevitable en esas circunstancias tan condicionantes.

Enfrascado andaba mi locuaz amigo en plena crítica al individualismo atroz de Carlitos, un muchacho de piernas cortas que creía ser el heredero natural de Amancio, cuando dejé de escucharle, no ya por saturación y desinterés (que también), sino por la irrupción de algo que captó el cien por cien de mi atención, desechando de mis sentidos la perorata vacua del aspirante a comentarista deportivo. Ese algo no era tal. Era alguien, y no alguien común. Era ella.

Aún no conocía ni su nombre. Sólo sabía que se había mudado recientemente a nuestro barrio, que era de mi edad, más o menos, que su belleza era deslumbrante, angelical, insuperable. Era la segunda, o quizás la tercera vez que la veía, pero con la diferencia de que hoy no era una imagen subyugante y fugaz como en las anteriores ocasiones, sino que podía observarla con tranquilidad pues estaba sentada en aquel banco junto al kiosco del barrio, cerca de mi calle y la suya.

Despedí a Paquito precipitadamente, y a buen seguro sin consideración alguna, pues observé cierta sorpresa ante mi desapegado adiós sin siquiera mirarlo, pero mi amigo era de tan generosa naturaleza que segundos más tarde lo escuché silbando felizmente y caminando con ligereza, sin que me añadiera a mí en su lista de resquemores vespertinos en los que sólo seguían figurando los que habían desempeñado su nefasta intervención en el devenir deportivo, y probablemente también su madre, a la que intentaría eludir a toda costa en los próximos minutos con la esperanza, inútil, de que no reparara en él y no le obligara a pasar por la antipática ducha.

Por mi parte yo amagué dirigirme a mi portal, apenas a unos cuarenta metros del kiosco, pero fingí magistralmente un tan desmesurado como ficticio interés en las publicaciones situadas en el lateral del mismo, y que creo recordar que versaban sobre vehículos a motor, tanto de dos como de cuatro ruedas. El objetivo de mi hábil estratagema no era otro que el de, disimuladamente, seguir observando a mis anchas a aquella belleza simpar que en tan pocos días había conseguido desasosegarme, oprimir mi corazón herido por su encanto demoledor, y encadenar decenas de pensamientos de un romanticismo empalagoso antes de entregarme a los brazos del sueño reparador, como decía mi abuelo Alfredo. Incluso he de reconocer que, pese a que mi pasión era limpia e irreprochable en un altísimo porcentaje, también había sucumbido en momentos de debilidad propios de mi condición de adolescente, a pulsiones de un indudable origen erótico-festivo, y que no sólo había fantaseado con pasear cogido de su adorable mano. Ello me había procurado un incipiente sentimiento de culpabilidad, pues se me antojaba imperdonable ensuciar la hondura espiritual de mi platónico sentimiento con rastreros anhelos carnales. Sólo un par de años después yo mismo me carcajeaba de mis pacatas auto represiones morales de entonces, pero sin embargo hoy me provoca su recuerdo una apacible ternura.

Ya habían llegado las dos amigas a las que dulce y pacientemente esperaba mi bella aspirante a ser amada (por mí, claro). Afortunadamente, y pese a permanecer en pie las tres, no se movían de aquel lugar y charlaban con alegre desparpajo. Yo sólo me centraba en ella, pues sus amigas resultaban invisibles a mis ojos parcialmente inutilizados para cualquier otra persona o cosa ajena. Aquel día ya no vestía aquel uniforme de colegio de monjas con el que la vislumbré semanas atrás, y que no la afeaba en absoluto pues sus encantos se sobreponían a cualquier limitación impuesta por vestuarios obligados. No obstante aún mejoraba con aquel vestido ligero, azul celeste ribeteado de blanco, y que dejaba al aire sus brazos torneados y sus piernas esbeltas y perfectas.

Entonces la escuché reír. Y la expresión de su alegría encarnada en aquella cascada de gozo suave y elegante aún me rindió más a sus pies. Y sentí unos celos terribles por no ser yo la causa de su felicidad vital, por no estar presente en sus pensamientos ni poder brindarle todo lo que me hubiera pedido… Estampa tan idílica como aquella no podía prolongarse en exceso, y para mi infinito desconsuelo mi bella dama, y las otras dos, emprendieron su marcha hacia algún lugar desconocido para mí sumiéndome en un estado de aturdimiento, tan dulce como desesperado, tan colmado de su presencia reciente como atormentado por su irremediable ausencia posterior.

Aquella noche no pegué ojo. Daría miles de vueltas en la cama, y cada vez que cerraba los ojos allí estaba ella, hermosísima con su vestido azul y blanco, riendo feliz junto a mí, dejándose querer por mí, confiándose a mí, enamorada de mí, que digo enamorada, loca por mí. En mis sueños yo debía medir al menos veinte centímetros más de lo que la realidad dictaba, con las espaldas más anchas y los ojos más verdes. Licencia poética de los sueños, podría llamarse. Sin embargo ella aparecía como yo realmente la veía, porque no necesitaba más para amarla sin contención.

Al día siguiente decidí firmemente que no podía vivir sin ella. A partir de aquel momento mi corazón, hasta entonces libre de ataduras, era totalmente suyo, de tal manera que mi día a día carecía de sentido si seguía permaneciendo en la dolorosa soledad del triste y anónimo enamorado. Para evitar ese desconsuelo y esa existencia tan inocua como castradora, sólo me quedaba una alternativa. Resultaba aterrador para un muchacho tímido e inexperto en las lides del amor como yo lo era, pero mi determinación no admitía dudas porque estaba convencido firmemente de que no podría vivir sin tenerla conmigo. Así pues, debía ser valiente y declararle sin ambages mi amor incondicional, mi pleitesía, mi adoración. Por otra parte no quería que los demás supiesen nada. Era algo que sólo a mi me concernía. Y así cuando, tras permanecer en mi habitación sin salir en toda la mañana, y no mostrar el más mínimo entusiasmo ante los huevos fritos con chorizo que siempre me volvían loco y que generosamente aparecieron en la mesa, con esa explosión de color que me hechizaba, mi madre, con esa fina intuición ancestral que poseen, me preguntó si me pasaba algo. Yo le contesté que no, que todo estaba bien y que, en todo caso, estaba algo cansado por el fuerte calor reinante. Pensé que tan sólida argumentación era inobjetable, pero a buen seguro mi madre no se creyó ni media porque entre otras cosas aquel día había refrescado (torpeza la mía), y además si a alguien le afectaban los calores era a ella que ya empezaba a andar sometida a la cruel dictadura de la menopausia.

Aquel día no acudí a jugar el partido. Ni siquiera me terminé los huevos con chorizo, algo absolutamente impensable en cualquier otra circunstancia. Había tomado una decisión y tenía que ser consecuente. Y además no podía dejar enquistarse la situación. Manos a la obra. Una criatura tan primorosa como aquella no podía tener una declaración de amor vulgar. Que menos que un poema, delicado, personal, arrebatado como mi pasión por ella. Nada de cartitas decoradas con corazones atravesados con un “me gustas” o “¿quieres ser mi novia?”, tan casposas como previsibles. Con mi poema le mostraría mi talento y mi condición de hombre especial, muy por encima de la vulgaridad reinante, y eso ayudaría, junto con mi encanto natural, a que cayese rendida en mis brazos.
Me costó toda la tarde. Al menos tres horas para elaborar aquellas estrofas. Pero cuando concluí tras muchas vacilaciones e infinitas correcciones, supe que aquel poema era la llave de mi felicidad. Así quedó:

Mi alma llora atormentada. (impactante comienzo)
Y al tiempo ríe esperanzada, (Sí; me quedó un poco esquizofrénico)
porque tus manos acaricien mi cara, (tan cursi como naif)
y mi amor por ti triunfara. (Rima consonante para empezar)

Volverán las oscuras golondrinas. (esto era un homenaje a Bécquer)
Pero sus alas se volverán plomo (las alas no sé, pero el poema…)
si en su regreso no atisbaren tus ojos (impresionante el “atisbaren”)
volcando su fuego en mis ojos. (volcán, fuego,… cuanta pasión)

Qué sería de mí sin tu sonrisa. (dulzura almibarada)
Has atrapado mi corazón ensangrentado. (y toque de dramatismo)
Moriría por oler tu pelo. (sangre, muerte,… que gore…)
Y porque tu camino sea el mío. (¿Qué fue de la rima consonante?)

Quiero decirte que te quiero, (empezamos el final sin dejar dudas)
y que soy tuyo desde que te me apareciste. ( y ahora, apariciones…)
Sin ti sería una sombra triste. (sí que es triste, sí…)
Hoy, mañana y siempre te espero. (Volvió la rima para terminar)

Huelga decir que terminé satisfechísimo de mi obra maestra. Aquella noche tampoco dormí preso de una excitación imposible de coartar. Deseaba que volaran las horas, como las golondrinas sin alas de plomo, y que al día siguiente el destino me facilitara encontrarme con ella y entregarle mi pasaporte para amarla hasta siempre. Cada hora me levantaba y volvía a releer mi poema, y cuanto más lo repasaba más me complacía y mayor seguridad tenía de su infalibilidad.

A las diez me lancé a la calle, argumentando que había quedado con mis amigos, excusa del todo falsa pues en aquellos dos días ni existían los amigos, ni la familia, ni los huevos con chorizo. Tras dos horas recorriendo las calles adyacentes incansablemente, una cierta desazón se apoderó de mi moral hasta entonces indestructible. Me dio por pensar que quizás no coincidiría con ella hasta que hubieran transcurrido… ¡semanas!… Tan terrible pensamiento me sumió en la melancolía, y cuando ya había optado por regresar derrotado a mi casa, frustrada mi ansia de entregarme al amor, apareció. Estaba claro que el destino jugaba a mi favor. Justo frente a mí, caminando elegante, derrochando encanto a cada paso, y provocando la aceleración descontrolada de mis pulsaciones. Pasó junto a mí y fui incapaz de, ni siquiera, mirarla directamente. La seguí a distancia, prometiéndome que no la dejaría escapar. Cuando tres calles más allá entró en la droguería, fui consciente de que tenía que ser en aquel momento, porque seguramente habría ido a hacer un recado, a comprar algo que necesitara su madre (mi futura suegra, pensé con sonrisa bobalicona), y en cuanto saliera de allí volvería a su casa.

En efecto, cuando salió con su compra, se encaminó de regreso. Y entonces di el paso al frente. Me situé temblando ante ella y con gran determinación le dije: “Hola”. Obviamente no me vi, pero estoy seguro de que adquirí una penosa tonalidad carmesí en mi rostro porque noté como violentamente se me agolpaba la sangre hasta el punto de que sentí como si saliera humillo blanco de mis orejas a la plancha.

Ella sonrió levemente, indicando un cierto grado de sorpresa y displicencia. No podía perder más tiempo y saqué el papel perfectamente doblado de mi bolsillo, alargándolo hacia la mano libre de la carga de la compra, al tiempo que añadía: “Esto es para ti”. Volvió a mirarme, algo estupefacta, con sus preciosos ojos color miel. Dejó la bolsa en el suelo y desdobló cuidadosamente el papel, fijando su atención en aquellas líneas escritas con mi alma enamorada, mientras yo rezaba en silencio para que mi talento poético iluminara nuestro futuro.

Temblando observé como leía atentamente sin que exteriorizara signo alguno que me indicase cual era su reacción ante mi inflamada confesión de amor, acrecentándome la angustia de ignorar si mi vida ya no sería la misma a partir de aquel mágico instante.

Pasados unos segundos, para mí sinónimos de una eternidad, aturdido comprobé como sonreía, y si bien en un principio ello me pareció un buen síntoma, mi opinión varió radicalmente cuando esa sonrisa fue transformándose rápida y terriblemente en una risa abierta e impúdica. Probablemente era la misma risa que terminó de enamorarme el día antes, pero ahora no me sonaba igual, y el efecto distaba mucho de arrobarme, sino que más bien encogió mi corazón que se me antojó una colilla a la que ella acababa de pisotear con fiereza.

Me miró con aquellos ojos, si bien la miel había desaparecido y en su lugar brillaba el blanco pétreo del hielo, configurando un brutal contraste con el rojo intenso de mi faz atribulada. Compuso un mohín torciendo su boca levemente y levantando una ceja para de esta manera no dejar dudas acerca del sarcasmo de la frase que me dirigió a continuación, entonada además con evidente retintín: “Muy bonita, majo”. Me alargó su mano cuidando mucho de no rozarla con la mía, encogida y sudada, para retornarme la declaración rimada de amor, al tiempo que añadía: “Tienes la misma letra que mi hermano pequeño… Hala, adiós”. Y así, sin más, dejando tras de sí un rastro de silencio despectivo de indudable interpretación ante mis pretensiones, reemprendió el camino hacia su casa, seguramente para unirse al aquelarre concertado con el resto de las brujas del universo y así pensar cómo seguir destrozando la vida de muchachos románticos y con talento poético.

Mi primera pasión amorosa resultó ser tan flamígera y dolorosa como remontable. O al menos así actué. De tal manera que aquella misma tarde volví al descampado con mi camiseta rosiblanca y mi pantalón ajustado de chándal, y corrí como nunca, marcando tres goles como tres soles, y gritando cada uno de ellos como si supusieran la conquista de la copa del Mundo. Por la noche le rogué a mi madre que me hiciera huevos fritos con chorizo para cenar y accedió sin reticencias, seguramente satisfecha por verme de vuelta al mundo real. Los devoré con un entusiasmo salvaje, jurándome mientras los hilillos rojizos y amarillentos surcaban mi barbilla que jamás volvería a enamorarme estúpidamente de una mujer perversa… Ingenuo de mí. Mi magnífico mecanismo de autodefensa no me dejaba asimilar que ni aquella mujer en ciernes era perversa (como mucho indelicada), ni que yo volvería a caer unas cuantas veces en las redes del enamoramiento, eso sí, sin declaraciones de amor plasmadas burdamente en versos torpes.

Años después, mi hermano mayor se casó con una hermosa joven con ojos de color miel. Aún hoy, nos reímos cuando leemos mi poema entre el general jolgorio con ribetes burlones y nostálgicos.

Aún hoy, cuando la alegría y la compañía se esfuman, la recuerdo entonces y la siento ahora. Como tantas veces. Y releo mis estrofas por enésima vez y vuelvo a sonreír, pero con una tristeza ya amiga, tan intermitente como interminable.

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