Relato literario «En la otra orilla» (primera parte)
El susurro de la brisa mecía los pálidos haces blancos que desprendía una luna oronda y cercana. Apenas se divisaban las estrellas en un cielo en el que sólo reinaban a la vista las más potentes, en una suerte de metáfora vital. El aroma a lluvia aún permanecía, ahondando las fragancias de los pétalos húmedos y las hierbas enhiestas que emergían con ese particular brillo de agua y primavera.
Para Lucía nada de esto importaba. Ajena a la belleza circundante deambulaba sin objeto y sin destino, flanqueada entre charcos breves y jardines pujantes. Su vida en aquel momento eran sus pensamientos, y nada de lo que los rodeara poseía la suficiente fuerza para desasirse, siquiera eventualmente, de la dictadura de su mente y sus sentimientos. El camino, la oscuridad tamizada, el frescor de un aire limpio y penetrante, el entorno conocido, casi memorizado, no eran sino comparsas, meros figurantes, un atrezo tan inevitable como prescindible, pues lo mismo le hubiera dado que el sol reinara o sustituir el sendero por el asfalto. Todo era ella.
Al igual que sus pasos apresurados, su respiración era agitada aunque silenciosa. Sus zapatos dotados de un tacón moderado, que guardaban ese extraño equilibrio entre la elegancia y la comodidad, percutían con energía en la senda cementada que bordeaba el pequeño lago artificial en el que aún nadaban un par de patos trasnochadores, ajenos a la necesidad de descanso y ebrios de poder y soledad en las aguas levemente ondulantes revestidas de oscuridad, tamizada por los reflejos de las farolas y del cielo.
Nadie más caminaba por los alrededores, pese a no resultar aún una hora intempestiva. Era un día de semana más, laborable e insustancial, y las gentes debían de hallarse en sus casas preparándose para abordar una noche de descanso antes de encadenar sus rutinas calcadas.
Lucía no era diferente. Era una más. Un engranaje más en el entrelazado puzle de las vidas anónimas. Había terminado sus estudios un par de años atrás con cierta brillantez, aunque sin alardes sobrehumanos. Y como tantos otros, hoy desempeñaba un trabajo feroz, repleto de horas y sinsabores, y ausente de retribuciones honrosas, en el que sólo la motivación por mejorar suponía un aliciente al que aferrarse con energía, desechando la tentación de abandonar un barco inestable y con un reconocible olor a zozobra, en el que se identificaban todos y cada uno de los vicios de una sociedad de cartón piedra, revestida de purpurinas y absolutamente hueca en su interior, tan sólo rellena de vacío insustancial.
Pero en aquella noche, en aquel momento, Lucía no pensaba en su incipiente y ya frustrante carrera profesional. Rodeada de nadie, valoraba atropelladamente los acontecimientos de las últimas horas, intentando conciliar sus sentimientos confusos y su tendencia irresistible hacia la racionalidad, a la que siempre se había sentido encadenada.
En aquel martes de mayo nada presagiaba que pudiera suceder nada que desdibujara las líneas de su habitual devenir diario, salvo la invitación de Sonia quien desvelando que era su cumpleaños había considerado conveniente compartir tan importante evento con los demás jóvenes compañeros de trabajo. En cuanto a los jefes, éstos habían resultado descartados entre otros motivos porque constituía una política de empresa la abstinencia de confraternizar en actos sociales con los subordinados que pudieran dar lugar a situaciones o interpretaciones incómodas.
Jamás hubiera podido imaginar que aquella informal cita para tomar cervezas después del trabajo y corear el “Cumpleaños Feliz” a la voluntaria homenajeada pudiera conducirle a aquella situación tan indescifrable como inesperada.
La lucha contra el abordaje de sus sensaciones atropelladas continuaba, y su mente pugnaba por evadirse en pensamientos superficiales y adaptados a su entorno por lo que se detenía en el olor del galán de noche que emanaba intensamente a la derecha de aquel jardín triangular ribeteado de unas flores multicolores que no era capaz de identificar, y más tarde en los mismos patos a los que antes divisara, ahora ya paseando lentamente por la orilla del agua, buscando acomodo para entregarse al sueño.
Por un instante sopesó la ventura de aquellas criaturas a las que sólo preocupaba lo inmediato y que sobrevivían en la cultura de lo imprescindible. La alimentación y la supervivencia fundamentalmente, ajenos a la dictadura de las permanentes dudas y los contumaces problemas que surgen cada día a los seres humanos, tan ufanos de su superioridad y, generalmente, tan necesitados de aprender del arte de la sencillez. Se acordó en aquel momento de su perro Kan, aquel pastor alemán que había alegrado su infancia y que había muerto hacía un par de años sin someterse a la tortura del temor al después, ni a las angustias filosóficas tan capadoras y condicionantes.
“¡Carpe diem!” había gritado sin remilgos Nacho, aquel joven de pelo ensortijado, Rolex en la muñeca y sonrisa prematuramente blanqueada. Aquel hijo de papá, o más bien sobrino porque el dueño de la empresa era su tío carnal, desconocía el significado real de aquel latinajo tan al uso, contentándose con asociarlo al festejo, al alcohol y a la temporal liberación de las ataduras vitales, que en su caso tampoco eran demasiadas y las que tenía le procuraban una cálida estancia en el líquido amniótico de la fortuna familiar. Todos habían levantado y entrechocado con dispar energía sus copas de líquidos multicolores, y todos, también, habían vaciado las mismas con singular codicia, satisfaciendo el ritual social sin la menor vacilación. Lucía ya no recordaba que número de copa hacía aquella del enésimo brindis, pero sí que la situaba como el comienzo de los acontecimientos que le habían llevado a recorrerse a si misma a través de aquellos jardines, testigos de sus incertidumbres.
De pronto le había atacado un cansancio abrumador. Su cuerpo había perdido toda su ligereza y también su mente parecía pesarle hasta obligarla a encorvarse como si no pudiera arrastrar consigo sus insondables meditaciones. Divisó un banco a escasos metros, con aspecto anticuado y decenas de mensajes escritos con instrumentos afilados y cerebros obtusos, y hacia él dirigió sus pasos lentamente, desnuda de fuerzas. Nada más tomar asiento, un hombre algo entrado en carnes y años pasó a su lado trotando pesadamente entre resoplidos y sudores inevitables, y con un gesto no consciente de agotamiento más mental que físico. Lucía miró instintivamente sus zapatillas adornadas con una línea verde fosforito y aquella imagen de zancadas llamativas avanzando en la reciente noche coadyuvó a acrecentar su sensación de cansancio vital.
En aquel silencio casi perturbador y recostada a plomo sobre aquel asiento de bandas de madera que se le antojó un regalo de los Dioses, no pudo evitar volver a repasar los sucesos de aquella tarde, tan enigmáticos, quizás tan pueriles, y que le habían conducido primero a su incomprensión desesperada, y más tarde a aquel vacío vital tan afín al agotamiento transmitido de su mente impotente a un cuerpo ahora laxo.
Y el interrogante volvió a torturarla. ¿Por qué ella, siempre tan moderada, siempre tan educada y discreta, se había transformado aquella tarde en un ser que a toda costa aspiraba a convertirse en el centro de atención? ¿Por qué había renunciado prácticamente a su dignidad, y hasta a sus principios más fundamentales, buscando el aplauso hueco de aquel auditorio que en realidad nada le estimulaba?
Había descartado razones meramente físicas como la ingestión de unas cuantas copas, pues por experiencia sabía que jamás había sucumbido a la dejación de si misma por un alcohol que metabolizaba sin problemas. Y mucho menos las que pudieran derivarse de su situación hormonal ya que ningún síntoma físico le invitaba a, ni siquiera, aceptar tan peregrina posibilidad. Y ahí radicaba su creciente preocupación. El hecho de ser consciente de que algo mucho más profundo le había arrastrado a comportarse de aquella manera, y que eso podía derivar perfectamente de su realidad, de su triste realidad. Muy probablemente su interno descontento psicológico, la asunción de las carencias notables de su vida actual, en la que ni familia, ni amigos, ni amores inexistentes, estimulaban su plenitud vital, eran los motores de aquella especie de rebelión contra sus cimientos, contra su concepción de lo correcto. Y eso era lo que le asustaba. Que saliera a flote de aquella manera su insatisfacción. Porque a partir de ahora quizás había perdido la confianza en quien nunca le había defraudado. En si misma.
Fin del relato literario «En la otra orilla» (primera parte). Continuará el próximo día 21 de junio
Segunda parte del relato literario «En la otra orilla»
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Jesús Pinar
Vano aspirante al conocimiento. Persigue alejarse de la concepción de una cultura pseudotrascendente. Escribe porque le satisface, procurando compartir de forma cómplice, sin más, su deformada visión lúdica de la realidad. [/author_info] [/author]