Aún siento cómo se clava una daga en mis entrañas cuando recuerdo aquella irrepetible amistad, y de qué abrupta forma tuve que darle fin en contra de mi voluntad y con un dolor tan profundo que sólo gracias a mi fortaleza moral y mi perseverancia para continuar hacia delante, he conseguido superarlo. Hoy, después de tantos años, he decidido trasladar al mundo, a los demás, mi apasionante experiencia en pro del afán, quizás desmesurado e inútil, de compartir mi dolor con un ánimo terapéutico y para que pueda servir de referente a todo aquel que pueda transitar por un trance similar.
Yo era un joven de apenas dieciocho años, con toda la pujanza propia de dicha edad y, también, con las evidentes imperfecciones derivadas de la inexperiencia y de la recién adquirida independencia de pensamiento y acción, que no económica pues aún andaba formándome y a punto de iniciar mi apasionante trayectoria universitaria en la Facultad de Ciencias Políticas, en la que pretendía labrar mi brillante futuro como servidor público en el partido cuyo nombre no desvelaré para así no granjearme las antipatías de aquellos que militen ideológicamente en posiciones contrarias.
Por aquel entonces mi vida social atravesaba por un bache, ya que parte de mis mejores amigos de la infancia al conocer mi querencia política habían decidido dejarme de lado por diferencias irreconciliables en su visión de la realidad. Nunca entendí tal postura pues que yo sepa es compatible querer a alguien y no compartir ciertos puntos de vista. Les inquirí repetidamente para que me explicaran su alejamiento y reconsideraran su tajante decisión pero fue inútil, llegando a insinuar absurdamente quien ejerció la portavocía que yo ya no era el mismo y que me había convertido en alguien extraño que ya no caminaba en línea recta. “Tú sí que no caminas en línea recta, sobre todo cuando te bebes tres cubatas los fines de semana, ¡borracho de mierda!”. Eso fue lo que pensé al escucharle, si bien no lo exterioricé en un plausible ejercicio de moderación, corrección socio-política y en aras a la evitación de desagradables incidentes.
Nunca entendí a qué se refería mi ex-amigo, con lo que acabé interpretando que aquello no era más que una excusa para enmascarar que lo que en realidad les molestaba era mi firme personalidad y la perspectiva de mi brillante futuro como prócer de la patria, y es que, como bien es sabido, España es un país repleto de envidias e impotencias sordas y malsanas.
Así pues, me encontraba algo solo en aquellos días, ante el inexplicable alejamiento de mis amigos, el comprensible distanciamiento con mis padres y hermanas propio de mi edad, y el nulo éxito con las mujeres a las que aún no había yo pillado el tranquillo (tampoco es que hoy sea un maestro), y que como consecuencia me ignoraban olímpicamente pese a mi apolínea apariencia.
Y fue entonces cuando apareció él. Arrollador y cubriendo de golpe toda mi carencia social y afectiva. Y fue de la noche a la mañana. Textualmente, pues lo cierto es que de pronto lo descubrí en mi habitación, ante mi sorpresa e inquietud razonables, cuando me aprestaba a depositar horizontalmente mi lozano cuerpo de 18 años en la cama de 90, aún con muelles metálicos y colchón de espuma, y que crujía graciosamente cada vez que me movía en ella.
Superado el inicial desconcierto, y antes de que procediera a explicarme su presencia, sentí de pronto una sensación cálida y confiada. Aquel individuo me resultaba familiar, y no sólo eso, sino que pese a su abrupta aparición, me provocaba una impagable serenidad y simpatía.
- Hola, ¿sabes quién soy, verdad?
- Tengo una idea, pero es descabellada. No puede ser.
- ¿Por qué no? Haz caso a tu instinto, muchacho.
- Lo diré entonces. Eres la rana Gustavo.
- Lo ves. Ese soy yo. Encantado de conocerte.
No lo podía creer. Me pellizqué repetidamente en el antebrazo izquierdo por si acaso andaba preso del mundo de los sueños, pero no era así puesto que el dolor era agudo en lógica consecuencia a mi autoagresión y sin embargo allí seguía yo, sentado sobre la cama mirando de frente a Gustavo, inconfundible con sus grandes ojos, su pequeña estatura y su color verde con ribetes en pico alrededor del cuello. Para que no subsistiera duda alguna sobre su identidad, Gustavo comenzó a cantar con discutible afinamiento la sintonía de los teleñecos, acompañando su actuación musical con un baile, asimismo mejorable, pero indiscutible en su entusiasmo. Cuando finalizó su breve actuación le expresé mi gratitud con una intensa y sentida mirada, prescindiendo de prorrumpir en aplausos que no hubieran sido bien recibidos por el resto de la familia que trataba de conciliar el sueño, además de constituir quizás un excesivo premio ante su regular interpretación. Después comenzamos a charlar en voz baja, comenzando a construir desde aquel momento una amistad irrepetible.
Y es que lo sucedido aquel día no fue más que el principio. Gustavo era un conversador excelente, además de un experimentado ser que, aunque nunca quiso confesarme su edad, gozaba de un amplio bagaje vital con el que iluminaba mis muchas zonas oscuras del conocimiento. Encadenábamos interminables conversaciones en las que yo me desnudaba (emocionalmente, claro) y le expresaba con absoluta sinceridad todas mis dudas, mis vacilaciones, mis carencias, mis virtudes. Todo yo, en una palabra, se lo ofrecía porque estaba seguro de su honestidad y confiaba ciegamente tanto en su discreción como en su buen juicio. Y esto último me lo demostraba constantemente así como su sabiduría, pues cuando le relataba los pequeños conflictos que entorpecían mi día a día, Gustavo amén de escuchar con suma dedicación, tenía el buen gusto y atinado criterio de darme siempre la razón. He de reconocer que esa actitud conseguía que cada vez mi cariño aumentara y que le profesara una devoción casi reverente, pues despejaba todas mis dudas y aumentaba mi seguridad al reafirmarme en mis conductas, que todos los demás consideraban torpemente como incorrectas, y que sin embargo el talentoso Gustavo refrendaba con su generosa y fundada aprobación permanente.
Sólo había un inconveniente con Gustavo. Un inconveniente que en un principio consideré de cierta envergadura, pero que con el tiempo desproveí de relevancia, y es que mi buen amigo se negaba a salir de mi habitación. Repetidas veces en nuestros primeros meses de amistad, le pedí que me acompañara a dar un paseo, al cine, a la Facultad, a comprar un kilo de patatas, al dentista,…, pero su respuesta era siempre negativa y tajante. No quería salir de mi habitación. Aquel era su mundo, y no necesitaba más. Eso en el fondo me halagaba, pues venía a significar que mi amistad lo era todo para él. La consecuencia de su invisibilidad para el resto del mundo es que yo no podía hablar de él a los demás, y que cada vez pasaba mayor tiempo en mi habitación, hasta tal punto que empecé a saltarme las clases en la Universidad y a abandonar casi toda la actividad que necesitara de mi presencia en ámbitos ajenos al doméstico.
Como contraprestación a mi indudable sacrificio, Gustavo cada día se esforzaba más en complacerme. Al poco tiempo me presentó a sus mejores amigos, y como no, a su novia Peggy. Cuando estaba ella delante se deshacía en florituras verbales dirigidas a su peculiar belleza e irrepetible talento artístico, y jamás mostraba la menor contrariedad ante sus palabras o acciones, lo cual me hizo sospechar que quizás Gustavo era de los que siempre daba la razón para huir de posibles conflictos, más teniendo en cuenta que en la intimidad alguna vez me había confesado que a veces Peggy se comportaba como una auténtica cerda, lo cual verdaderamente me escandalizó, ya que mi amigo era poco proclive a la descalificación y al uso de términos incorrectos. A mí la verdad es que su novia me resultaba graciosa para un rato, pero cuando su presencia se dilataba he de reconocer que se me hacía cargante. Su histrionismo rayaba a veces en la molesta histeria, y su ego era tan desbordante que terminaba por inundar a aquellos que andábamos cerca de ella. Más de una vez anduve tentado de mandarla a freír morcillas, pero me contuve por evidentes razones. Mucho más divertido era cuando invitaba a su amigo el oso Fozzie, quien contaba unos chistes tan malos que no teníamos más remedio que reírnos hasta el infinito de su ineptitud cómica. Además era un tipo no sólo simpático, sino noble y agradecido, como demostraba siempre que le invitaba a merendar leche con galletas.
También acudían con frecuencia los ancianos Statler y Waldorf, aquellos que en el programa televisivo aparecían en el palco despotricando contra todo lo imaginable. En la realidad también eran así, y siempre se quejaban de la cortedad de su pensión, de la carestía de las medicinas que necesitaban a diario, de que las mozas les miraran como a unos dinosaurios momificados, de que no retransmitieran en España partidos de beisbol o de que Lola Flores no hubiera tenido nunca el detalle de cantar una canción country. Me hacían reír constantemente con sus ocurrencias y con su permanente sarcasmo, más aún cuando tenían el buen gusto de descalificar todo y a todos salvo a mí, puesto que me denominaban “el príncipe”, alabando siempre mi porte y mi preclara inteligencia.
Continúa en Mi amigo Gustavo (segunda parte) (Disponible el 20 de enero de 2014)