Ver Mi amigo Gustavo (primera parte)
Y cada cierto tiempo, cuando me quedaba solo en casa, circunstancia que con el tiempo se convirtió en sumamente frecuente, pues me negaba a ir con la familia a cualquier lugar, y acudía a la Facultad simplemente a recabar apuntes y a enterarme de las fechas de los exámenes, aprovechaba para pedirle a Gustavo que los invitara a todos juntos y montábamos unas fiestas singulares, irrepetibles. A Peggy sólo le dejábamos cantar una canción con su voz chillona y sus ademanes de diva trasnochada; Fozzie ejecutaba numerosas charlotadas graciosas por si mismas o por su incomparable torpeza al realizarlas; el perro pianista tocaba con notable sentido del ritmo, siendo cierto que jamás conseguí escuchar su voz; los ancianos Statler y Waldorf danzaban frenéticamente agitando sus bastones y realizaban constantes comentarios tan ácidos como ocurrentes; el monstruo de las galletas hacía pedazos toda la merienda que había preparado con antelación pues, ignoro por qué, jamás se la comía sino que se limitaba a destrozarla con su boca de fieltro, desparramando los restos por toda la habitación, pese a mis constantes reprensiones. Venían más amigos, más que míos de los demás, y cuyo nombre no llegué ni a aprender, los cuales no destacaban por su talento ni por su belleza, pero que hacían grupo y colaboraban en que aquellas fiestas resultaran verdaderamente coloristas e inolvidables, reconociendo, no obstante, que echaba de menos en aquella verbena de gente singular la presencia de alguna mujer que me cautivara y que cubriera un hueco que seguía persistiendo muy a mi pesar.
Yo viví aquel tiempo como el más feliz de mi vida. Y como todas las épocas más felices de una vida, un día tuvo su fin. Tan de improviso como llegó, repentinamente se marchó.
Lo recuerdo a la perfección, pues existen acontecimientos que te marcan irremisiblemente y de los cuales la memoria hace acopio consiguiendo que hasta los más insignificantes detalles brillen en el recuerdo siempre y cada día. Andábamos por febrero, por lo que mi amistad con Gustavo se prolongaba ya unos seis meses. Yo había salido a comprar, acuciado por las conocidas urgencias maternas, pues parece que había descubierto aquella mañana que necesitaba imperiosamente media docena de huevos a efectos de rebozados y demás artes culinarias que por entonces desconocía. Brillaba el sol, si bien calentaba muy discretamente, aunque lo suficiente para combatir cualquier sensación de gelidez, con lo cual la mañana era luminosa y agradable.
Caminaba por la defectuosa acera, plagada de irregularidades y rematada con pintorescas y variopintas cagadas de perro (entonces eso de recogerlas aún no se estilaba), cuando vislumbré en la lejanía, caminando en sentido contrario, a Marquitos, quien se contoneaba sin disimulo, como para dejar claro a quien le cupiera alguna duda cuál era su condición sexual, y es que aquel muchacho perdía tanto aceite que si ibas tras él corrías el riesgo de resbalar sobre el untuoso suelo. Cerca de mí había un corro de jóvenes de mi edad, o quizás algo menores, que fijaron su atención maliciosamente en los andares de Marquitos.
Y entonces en aquel momento sucedió. Y los muchachos del barrio le llamaron loca. Y unos hombres vestidos de blanco me dijeron ven. Y yo grité “No señor, ya lo ven yo no soy la loca”, y cuando me disponía a aclarar que rechazaba de plano la actitud homófoba que destilaba el comportamiento de aquellos jóvenes ineducados, sentí que me inyectaban alguna sustancia casi mortal que me hizo perder la conciencia, pues desde aquel momento hasta que desperté entre paredes blancas, nada recuerdo.
Ocioso es añadir cuál fue mi estado de ánimo al volver en mí, en aquella habitación acolchada, sin ventanas al exterior, aséptica, fría e inhumana, en la que aquellos secuestradores, vestidos de uniforme límpido y de hercúleos brazos, me habían encerrado aprovechando mi pérdida temporal de conciencia y encontrándome sometido a la dictadura de la perversa sustancia química inoculada. No entendía nada. Primero consideré la posibilidad de una pesadilla y volví a pellizcar mi antebrazo izquierdo como hiciera meses atrás, siendo el resultado idéntico pues, muy a mi pesar, no desperté y seguí encerrado en aquel habitáculo tan iluminado como aterrador. Posteriormente y asumida ya la realidad incuestionable de mi situación, pensé que seguramente debía ser objeto de algún experimento realizado por una agencia gubernamental. Probablemente me habían seleccionado por mis irrefutables cualidades y querían convertirme en un superhombre. Dicha hipótesis no me desagradó, pues habitual lector de comics como era, no desconocía la indudable ventaja que reportaba la posesión de cualidades alejadas de la naturaleza humana, tales como volar, poseer una fuerza descomunal o adivinar el pensamiento ajeno.
Desgraciadamente el paso de los días contribuyó a descartar tan atractiva posibilidad, pues pese a que era acribillado a diario con diversas inyecciones, así como con innumerables pastillas, todos mis intentos de volar en aquella habitación resultaron tan infructuosos como desalentadores. Tampoco conseguí doblegar la reforzada puerta de mi habitación pese a mi encomiable empeño, ni adivinar lo que pensaban aquellos individuos de blanco que me obligaban a ingerir todo tipo de sustancias y me suministraban aquella alimentación insípida y troceada, pues no sé por cual razón nunca aparecía un cuchillo entre los cubiertos, que además eran de plástico blanco, para estar a juego con la habitación.
No todo resultó desagradable en aquellos días, teniendo la fortuna de encontrar un pasatiempo que me ocupaba gran parte de las largas horas allí encerrado. Aprovechando que la habitación era acolchada, y que siempre gocé de gran flexibilidad, me hacía yo mismo un ovillo y me lanzaba sobre el suelo y las paredes. Cada día conseguía rebotar con mayor pericia y llegué a contar unos diez minutos consecutivos de permanencia en tal actividad de pinball humano, consiguiendo eludir la cama y aquella solitaria mesa contra las cuales sufrí diversos choques al principio, si bien nunca me produjeron lesiones de envergadura.
Al poco tiempo, empecé a ser tratado por un psiquiatra, según me confesó él mismo sin rubor alguno. Ello me sirvió para adquirir plena conciencia de mi situación y de lo acaecido, pues respondió a todas mis interrogantes con una meridiana claridad que yo agradecí. Me dijo que estaba allí internado a petición de mi familia que andaba muy preocupada por mi comportamiento, y que tras un breve tratamiento confiaba en que volviera a mi vida normal. Yo insistía en que mi vida ya era normal, pero no compartía tal punto de vista el facultativo, más aún después de contarle yo los detalles de mi maravillosa amistad con Gustavo, y de aclararme él que no era normal que me hubiera encerrado en mi habitación, que hubiera perdido a todos mis amigos, que se escucharan constantes gritos incoherentes proferidos por mí día y noche, que en multitud de ocasiones mi madre encontrara el suelo hecho un estercolero plagado de restos de galletas campurrianas, o que en el último examen realizado en la Facultad hubiera narrado exhaustivamente un episodio de los teleñecos en lugar de hablar sobre la polis griega.
Al final abrí los ojos. Me costó un cierto tiempo, es verdad. Concretamente nueve meses. Pero lo conseguí. Asumí que Gustavo era un personaje de ficción, que no podía ser mi amigo real, que me había desviado de la senda de la racionalidad, y que ahora tenía un futuro por delante para retomar mi vida, mis estudios, mi familia, y hasta mis antiguos amigos. Me despedí con lágrimas en los ojos de Don Sigmundo, aquel maravilloso psiquiatra que tanto me ayudó y volví a mi hogar, donde lo primero que hice fue abrazar a mi familia, darles las gracias por haber intervenido para mi curación, y hablar con mis amigos para pedirles perdón y anunciarles que había vuelto.
También procedí a la limpieza de mi habitación. Y no me refiero a los restos de galletas, que esos ya los había retirado diligentemente mi madre, sino a la colección completa de los vídeos de los Teleñecos, y aquel muñeco gigantesco de la Rana Gustavo que tanto mal me había causado. Todo acabó en la basura, y en ella también todos los dolorosos recuerdos asociados.
Hoy puedo decir que estoy muy bien y que soy feliz. Han pasado muchos años. Terminé mi carrera y emprendí con notable éxito mi trayectoria política, teniendo además la fortuna de que nunca trascendió mi episodio de enajenación transitoria, con lo que jamás se ha resentido mi proyección pública. Estoy felizmente casado con una ex-modelo, tengo dos preciosos querubines de cabellos rubios y rizados, y mi equipo de fútbol cualquier día de estos ganará la Champions League.
Espero que lo relatado les haya servido para reforzar la idea de lo importante que es la determinación y la fuerza de voluntad para seguir adelante y no dejarse llevar por el desánimo. La soledad nos puede llegar a enfermar, y así fue en mi caso. Hoy tengo muy buenos amigos, sobre todo mi gran camarada David. Con él tengo toda la confianza y nos apoyamos mutuamente. Él me admite con todos mis defectos y yo hago lo mismo, si bien es verdad que a veces me satura, sobre todo cuando me repite que es siete veces más fuerte que yo, que es muy veloz y que siempre está de buen humor. ¡Será mentiroso el enano del gorro rojo!
FIN
Nota del Autor: La rana Gustavo y David el gnomo me han manifestado personalmente su consentimiento para figurar en este relato.