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Redobles de tambor, de Walt Whitman

Redobles de tambor de Walt Whitman

Redobles de tambor sigue la senda habitual de la producción poética de Walt Whitman: es un autor que no admite el término medio, o se le ama o se le detesta pero jamás deja indiferente.

Es verdad que para algunos el énfasis inherente a la obra de Walt Whitman (1819-1892) constituye el mejor ejemplo de lo que debe ser el canon poético: emoción desbordada que conmueve al lector hasta lo más hondo de sus tripas; pero no resulta menos cierto que hay quien considera dicho énfasis como un elemento abrumador que entorpece la lectura y pone en duda la hondura de sentimientos. Mientras que su propensión a la abstracción denota para unos cuantos una excepcional capacidad para mostrarnos los más elevados pensamientos los hay quienes la consideran un peligroso síntoma de ensimismamiento y vacuidad. Para algunos su desmesura equivale a un torrente de inspiración; para otros es sinónimo de un sentimentalismo infantil. Y así hasta el infinito.

Me encuentro en el primer grupo pero he de reconocer que puedo entender buena parte de los juicios de valor de aquéllos que se incluyen en el segundo: en ocasiones también me oprime el tono atronador y con cierta tendencia a la grandilocuencia de Walt Whitman pero, al final, siempre termino por encontrar determinados poemas que sacuden mis entrañas hasta límites extremos.

Redobles de tambor es un obra profundamente marcada por la guerra civil que arrasó Estados Unidos entre 1861 y 1865. La edición bilingüe (la traducción es de Manuel Villar Raso) de Hiperión presenta la novedad de incluir antes de este poemario los denominados Diarios de guerra, un estremecedor testimonio de las experiencias del poeta durante el conflicto bélico a través de sus innumerables visitas a soldados albergados en diferentes hospitales. Las primeras líneas que corresponden a la primera entrada de este texto en prosa son significativas del tono de la obra: «En el exterior, al pie de un árbol, a unos veinte metros de la mansión, veo un montón de pies amputados, piernas, brazos, manos, etc., todo un cargamento para un carro de un solo caballo. Cerca yacen varios cadáveres, cada uno cubierto con su manta de lana marrón. En el patio, en dirección al río, tumbas frescas, la mayoría de oficiales, sus nombres en tiras de barril o en trozos de tablas, clavadas en el barro».

En Redobles de tambor advertimos la evolución sufrida por Walt Whitman durante el transcurso de la Guerra de Secesión. Sus primeros poemas, que se caracterizan por un tono épico, loan la guerra como manera de consolidar la democracia y enfatizan la actitud gallarda de aquellos que se deciden a acudir al frente en defensa de sus ideas. A esta primera fase corresponden Canto del estandarte al amanecer e incluso Historia del Centenario o ¡Pioneros! ¡Oh pioneros!

Pero el transcurso de la guerra comienza pronto a hacer mella en el ánimo del poeta. Donde había epopeya ahora hay horror; el entusiasmo por la defensa de los ideales es sustituido por la estupefacción y el desánimo ante el sacrificio de una generación de jóvenes; los briosos corceles dan paso a las ensangrentadas y sucias vendas. El enfermero, Surgid, días, de vuestros abismos insondables o Pasé una extraña vigilia una noche en el campo de batalla son buenos ejemplos de este nuevo momento.

Y así llegamos a los últimos poemas, verdaderamente magistrales, incorporados a la obra después del asesinato del Presidente de Estados Unidos, Abraham Lincoln, por un simpatizante del bando del Sur, John Wilkes Booth. Allí nos encontramos con dos sentidos homenajes al político desaparecido. El primero de ellos es el maravilloso La última vez que florecieron las lilas en el jardín, una de las cumbres poéticas de Whitman, buena parte de cuyas estrofas nos encogen el corazón: «Ataúd que pasas por caminos y calles, / de día y de noche con la nube inmensa que ensombrece la tierra, / con la pompa de las banderas festoneadas, con las ciudades enlutadas / (…) / con el tañido perpetuo de las campanas que doblan, / aquí, ataúd que pasas lentamente, / te doy mi rama de lilas».

Y también es remarcable ¡Oh Capitán! ¡Mi Capitán!, en su momento el poema más conocido en vida de Whitman y luego popularizado a escala universal por la película El club de los poetas muertos a través de los versos: «¡Oh Capitán!, ¡mi Capitán!, ha terminado nuestro medroso viaje, / el navío ha salvado todos los escollos, hemos ganado el premio que buscábamos, / el puerto está cerca, oigo las campanas, el pueblo entero está exultante».

Walt Whitman nos muestra con Redobles de tambor todas sus virtudes y también, es preciso decirlo, buena parte de sus defectos. Pero en conjunto es una magnífica lectura. Y para quienes se queden con más ganas de Whitman, siempre les quedará sumergirse en su monumental Hojas de hierba, la obra a la que dedicó más de treinta años de su vida hasta su novena y definitiva versión correspondiente a 1891 (la conocida como «Death-bed Edition» por motivos más que evidentes).

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Walt Whitman. Redobles de tambor. Hiperión. Madrid, 2005

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