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Susana y la real gana (primera parte)

El relato Susana y la real gana (primera parte)

Susana y la real ganaEl relato Susana y la real gana (primera parte)

Susana vivía refugiada en su sombra. Jamás se permitía deshacer el ovillo en el que permanecían sujetos sentimientos constreñidos con firmeza, pues se aferraba, inconsciente, al temor de ser lo que los demás no quisieran. Hasta la luz del sol le resultaba hiriente en los días de mayor apogeo, esos en que el amarillo deviene blanquecino y los cuerpos se aletargan sumisos. Prefería otro tipo de calidez, aquella que proviene de la seguridad del gris, aquella que se basa en la renuncia a la individualidad y en el falso confort de la rutina mil veces repetida y siempre conforme a las convenciones que creía impuestas por un entorno incontestable.

Susana contaba con apenas dieciséis años. Manolita, su madre, era una eficiente ama de casa, sin mayores retos ni inquietudes que las de afrontar las tareas de cada día con energía y suficiencia. Fiel a su educación ortodoxamente afín a su tiempo, sus mayores le habían inculcado con notable afán cuáles debían constituir sus aptitudes, amén de la actitud que debía adoptar como mujer de intachable honestidad y reputación incuestionable. Así, y dentro de las limitaciones materiales entonces existentes, habían puesto todos los medios para que Manolita fuera limpia, servicial, brillante cocinera, obediente hija y esposa, y que le adornaran, en suma, esa larga lista de cualidades tan apreciadas por los demás, sobre todo por ellos mismos y su futuro marido. Para alcanzar tales propósitos consideraron, sin el menor asomo de duda, que su permanencia en la escuela resultaba innecesaria a partir de los doce años, edad a partir de la cual se convertiría en una magnífica aprendiz de mujer decente y sumamente útil.

Contra lo que pudiera parecer, Manolita no intentó jamás construir un reflejo de si misma en su hija. Más bien al contrario. Siempre albergó la esperanza de que Susana viviera con perspectivas amplias, y para ello le inculcó desde que apenas gateaba, que podría ser cuanto quisiera, y que no se dejara doblegar por nada ni nadie. Manolita perdió las ganas de luchar por su propio porvenir cuando se casó y entró en el carrusel agotador de sus tareas irrenunciables, pero se guardó el propósito de lograr que su hija, el único fruto que concedió su vientre inhóspito, jamás soportara las bridas a las que ella se atuvo por fuerza. Así pues, el carácter de Susana nada tenía que ver con las enseñanzas maternas y por ende, la personalidad encogida de ésta no sólo no satisfacía a Manolita, sino que constituía su principal fuente de frustración y congoja.

Susana y la real ganaEn cuanto a Gregorio, el padre, no puede decirse que encarnara el prototipo de varón con el que soñara mujer alguna. De físico tan poco agraciado, como escasamente atendido, su forma de ser no colaboraba a que una primera impresión fuera posteriormente modificada, ya que gastaba un carácter más que rayano en lo desagradable. Para resumir cabría señalar que la única persona que soportaba a Gregorio con entusiasmo era él mismo, pues contra lo que los demás consideraban, la opinión acerca de si mismo era extremadamente alta ya que se postulaba como un hombre inteligente, firme, honrado y triunfador. Sólo acataba a regañadientes su cuestionable atractivo, dejando bien claro que tal punto no era de su responsabilidad y que además “el hombre y el oso, cuanto más feo, más hermoso”.

Gregorio regentaba con triste fortuna una droguería de barrio, negocio que en su día le había traspasado un tío abuelo mucho mejor dotado intelectual y hasta físicamente que el único pariente vivo al que legó el fruto de su esfuerzo, contradiciendo radicalmente las teorías evolutivas. Por tanto de un establecimiento próspero y en alza del que se hizo cargo Gregorio recién iniciados los años 60, la droguería resultaba a finales de los 70 una desvencijada tienducha de aspecto desordenado, productos apilados, víctima de reformas estéticamente infames y con un rendimiento pecuniario depauperado que tan sólo permitía sobrevivir al genial emprendedor y a su corta familia. Por lo demás Gregorio era roñoso, patán, inapropiado en el trato, inexcusable en sus formas, descuidado en el vestir, de higiene manifiestamente mejorable, convencido de que la razón le asistía como compañera inseparable, y para rematar, nada cariñoso, ni siquiera considerado con su mujer y con su hija, a las que aleccionaba ocasionalmente con su pobre filosofía vital y a quienes prestaba atención mucho menor que a la lectura exhaustiva de su periódico deportivo diario.

Susana era una estudiante mediana. Superaba sus exámenes con la misma ausencia de brillantez con la que se desenvolvía en su andadura vital. No tenía más amiga que Visi, una compañera de clase con gafas de concha, sonrisa apagada, tez descolorida y de carnes propensas a la abundancia. Afortunadamente no habían caído en una clase con muchachas repelentes afectadas de ansias maltratadoras, pues eran las perfectas candidatas para el voraz escarnio adolescente. Las demás se limitaban a ignorarlas por completo, generalmente dentro de los límites del frío respeto, y tanto Susana, como Visi, se encontraban perfectamente cómodas en su oscuro rincón de olvido y dejadez social.

Contrariamente a la corriente imperante en aquel corral revuelto de hormonas descontroladas, las dos amigas no sentían interés alguno por los integrantes del sexo opuesto, situación que era correspondida con creces a la inversa, ya que ningún mozalbete barbilampiño les había dirigido jamás mirada alguna que excediera de un par de segundos, tras los cuales resultaban cruelmente descartadas de cualquier mínimo atisbo de interés erótico-sentimental. Mientras gran parte de sus compañeras cuchicheaban entre ellas sobre uno u otro muchacho, así como acerca de los progresos en las incipientes relaciones iniciadas, Susana y su amiga jamás abordaban temas de tal índole, si bien hay que reconocer que realmente hablaban menos que poco sobre cualquier cosa, con frases cortas, repletas de monosílabos y ausentes de explicaciones ociosas.

Susana y Visi apenas salían de sus respectivas conchas. Los fines de semana generalmente quedaban para darse algún paseo por el barrio, y ocasionalmente por el centro de la ciudad, rodeadas de grupos de bulliciosos y chillones coetáneos que desparramaban sus energías mal perfiladas con actitudes repletas de gestos desmesurados y palabras altisonantes, entremezclado todo ello con risotadas de índoles muy diversas, entre el agudo hiriente de algunas de ellas y los graves adornados con gallitos de algunos de ellos. Cuando Susana y su amiga llegaban a su destino, y abandonaban las galerías subterráneas o el autobús atestado, generalmente se desgajaban de las masas juveniles ya que apenas si acudían al cine, y mucho menos a discotecas o establecimientos hosteleros abiertos al colectivo adepto al jolgorio y a la observación del sexo opuesto.

Susana y la real ganaSu lugar preferido era un banco recogido, siempre el mismo, aquel en el que alguien hacía algún tiempo, con notable esfuerzo y penosa caligrafía, aseguraba que quería a Manolita, lo cual a Susana le procuraba la calidez del recuerdo materno, aún siendo consciente de que su padre jamás habría protagonizado ese gesto romántico y agresor hacia el mobiliario urbano. Situado su lugar de ocio en plena Plaza de España, desde el mismo se limitaban a constatar con gesto discreto, entre conversaciones carentes de pasión, el devenir incesante de gentes que desfilaban ante sus ojos a diversas velocidades y con diferentes actitudes, generalmente relajadas por la liberación provisional de sus obligaciones.

La rutinaria existencia de Susana iba a sufrir un ligero vaivén desacostumbrado aquel mes de junio de 1978, pues al concluir su curso de tercero de B.U.P. se veía prácticamente obligada a realizar el viaje de fin de estudios que se había organizado para celebrar tal logro, y fundamentalmente para que sus inquietas compañeras de promoción experimentasen la excitación impagable de una semana de libre independencia, ajena al control familiar, y proclive, por tanto, a la vivencia de experiencias nuevas y estimulantes, generalmente relacionadas con el cortejo y la seducción irrefrenables.

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