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Viaje al interior

Viaje al interior

Rapel.contraluzViaje al Interior, un relato de Alejandro Vaca

Jano, después de correr la maratón, terminó exhausto. Cada año acudía a la maratón de Boston, la más antigua y selecta de todas las que se celebran en el mundo. Con esta ya llevaba doce en sus piernas. Estaba satisfecho, había conseguido reducir casi veinte segundos su propia marca. Todo un éxito.

Sin embargo, necesitaba recuperarse con urgencia. Tras la carrera, tomó una fuerte infusión de Ginseng con Rosa Canina. Se fue al hotel, alcanzó la habitación y cayó como una losa sobre la cama. El profundo sueño le envolvió: recuerdos, sensaciones, vivencias silenciadas y ocultas por el tiempo.

Aparecía un niño en su mente. Se encontraba en un patio soleado. Por la ropa que vestía, dedujo que sería primavera, o tal vez otoño. El niño jugaba con un coche verde sobre un poyete de granito. Aquel auto era muy señorial. Jano se reconoció en el niño abstraído en su juguete.

Con solo desplomarse sobre la cama, había dado un salto en el tiempo de más de cuarenta años. Un jersey de pico, unos pantalones cortos le recordaron su infancia. Aquel era el patio en el que tanto jugó. Era alargado. A la izquierda había dos casas, la primera de éstas era donde vivía.

De improviso, se originó un gran movimiento en el patio. Mujeres entrando agitadas en la casa. Un inaudito alboroto se produjo en aquella tranquila mañana soleada. En ese preciso momento apareció una anciana. Le acompañaban, con mimo y respeto, dos mujeres que la auxiliaban en su caminar. Llegó con mucho sosiego. Contrastaba su semblante sereno, su plácida y calmada actitud con el repentino ajetreo de mujeres.

Jano, el niño, descansaba su codo derecho sobre la piedra de granito, la pierna izquierda doblada a modo de asiento y la espalda recostada contra la pared de su casa. Observaba con curiosidad el trajín de las damas. Un poco más allá su hermana pequeña lucía un vestido con una baberola de semicírculos azules y blancos sobre los cuales destacaba un racimo de cerezas. Se entretenía con dos diminutos utensilios de cocina. Manipulaba, de forma ensimismada, un poco de tierra mojada a modo de guiso.

Al poco, se incrementó la algarabía. El niño no supo descifrar lo que ocurría. Como un trueno, una voz femenina se alzó por encima de los demás con alegría inusitada: «¡Es un niño, es un niño!».

Sentado en su poyete no llegaba a alcanzar el sentido y la trascendencia de aquellas cosas. Hacía unos meses que había cumplido cuatro años. Más tarde supo que acababa de nacer su nuevo hermanito. Años más tarde llegó a conocer que su hermano pequeño había venido al mundo sietemesino.

En el intenso sueño de Jano se agolparon nuevas imágenes. Se vio asimismo con un mecano de varillas, tornillos y placas. La cara del niño traslucía la incontinencia de la imaginación con aquel artilugio repleto de posibilidades. Tantas veces lo llegó a montar y desarmar que los tornillos terminaron pasándose y deteriorando la rosca.

Ahora aparecía ante sus ojos una alfombra con unos jugadores de fútbol embutidos dentro de chapas. Se requería afición y destreza para forrar cada chapa con tela sin arruga alguna que obstruyera su deslizamiento. Un garbanzo se utilizaba a modo de balón. El pinganillo del garbanzo le hacía brincar de forma caprichosa por entre los jugadores. En verano, las chapas se vestían de ciclistas.

El éxito de una chapa ciclista estaba en la preparación, en su montaje: puro arte. Para su creación tan solo era preciso elegir un poste de la luz. Se podía localizar uno de estos talleres cada poco. Los postes se anclaban al suelo junto a una pieza de cemento. Para mayor estabilidad se unían, poste y cemento, por medio de una barra de hierro con tuercas. Los resquicios entre el cemento y el hierro tenían la medida precisa para ir puliendo un cristal hasta conseguir un círculo que encajara perfectamente en el hueco de la chapa. Para proteger la fotografía del ciclista se sellaba el cerco con un fino borde de jabón húmedo.

En el sueño de Jano se iban sucediendo escenas infantiles: se vio jugando con una lima a la ruleta o al roba-terrenos, al juego de las bolas, al escondite, al rescate, a las chinas, al picapedrero, al…. Todo pasó en una fugaz y vertiginosa secuencia de tiernos y dulces recuerdos.

Jano descansó toda la noche de forma muy profunda. A la mañana siguiente, al rayar el alba, abrió los ojos y se espabiló con una insólita percepción.
Escudriño el viaje interior a su infancia revelado durante la noche. Esa evocación le permitió descubrir algunas claves de su existencia. Una vida, por otra parte, generosa con él y con su familia. El nacimiento de su hermano le permitió corroborar el armazón y la solidez construida alrededor del entorno familiar.

Esa remembranza le mostró su propia esencia: la creatividad.

Su vida había latido y palpitaba alrededor de la creación. La actividad era lo contingente. Lo sustancial era el proceso creativo. Disfrutaba y se enajenaba con cualquiera de las iniciativas a las que trataba de dar forma: construir el mecano, escribir un cuento, coser, pintar, cantar, enseñar… Cada proyecto, cada detalle, cada invención era un universo por descubrir.

Su madre le inició en el arte por el trabajo bien hecho. En la satisfacción por el preciosismo.

Cuanto había descubierto aquella noche. Sin duda, el brebaje que tomó para el agotamiento impulsó la rememoración… ¿sería esa la razón que movilizó toda la energía?… ¿Qué importaba? Lo verdaderamente primordial fue el resultado. El propio hallazgo de sus sensaciones, de sus vivencias.

En multitud de ocasiones se había preguntado acerca de la motivación que le impulsó a correr maratones. Ahora creía haberla descubierto. Quizás, tan solo, haber podido provocar revelaciones y haber podido visionar, de forma tan fugaz como intensa, su propia historia y el devenir de su existencia.

Su propia esencia.

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