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La cantera en flor

La cantera en flor

Cantera de IbizaSu padre se lo había inculcado desde niño: Lo más importante es trabajar.

Bruno se enclaustraba a las cinco de la mañana en la cantera del volcán para sacar, de forma callada, dura, persistente, el mineral que la tierra tan férreamente aprisionaba. Cada pequeño trocito de material arrancado a aquellas lajas pétreas era el fruto de un buen puñado de horas golpeando con el pesado y áspero pico. Su tarea le ocupaba todo el tiempo. Sin descanso, sin compañía. Obedecía sin cuestionar la orden recibida de su padre.

Al llegar el mediodía paraba, apenas unos minutos, para ingerir, de forma atropellada, los alimentos preparados por su madre en la misma tartera que utilizó su padre. Bruno perdió a su progenitor cuando apenas cumplía los 13 años. Desde entonces, le reemplazó para conseguir el sustento de la familia. Mientras comía recordó que, al día siguiente, cumpliría 19 años. El trabajo no le había permitido cultivar amistad alguna. De lunes a sábado, de sol a sol: el trabajo. Su ocupación estaba prefijada. Era su destino.

La bondad innata de su madre velaba por Bruno. Ella insistía, con tenacidad, en la necesidad de disfrutar de la vida. Para él, este lujo, la diversión y el ocio, apenas abarcaba a la tarde del domingo. Los servicios religiosos se adueñaban de toda la mañana hasta la hora de comer. Mientras saboreaba el guisado de su madre su cabeza constataba que su evolución había sido, era, muy limitada. En la cantera una ruda y exigua técnica eran suficientes para cosechar la piedra. También en lo personal su crecimiento fue escueto. Muy escasas relaciones.

Un domingo, al oír al coro de la Iglesia, percibió un inesperado y sutil resplandor. En el centro del coro, una preciosa muchacha de rubios tirabuzones entró por la niña de sus ojos y se instaló, sin permiso ni preámbulos, en su corazón. Ya no vio nada más. Sólo a la muchacha de dorados rizos. Más tarde, Bruno sobrevoló su innata timidez y consiguió su nombre: Catherine.

IglesiaAl día siguiente, cada una de las rocas de la cantera reflejaba su cara. Catherine se aparecía por todas partes. Nunca antes había experimentado esta sensación. Un ansia angustiosa, una acelerada inquietud le inundaba. Jamás había anhelado tanto que llegara el día de descanso, el domingo. Por fin llegó ese día. A las cinco de la mañana se levantó, como si fuera a acudir a la cantera. La noche había transcurrido en vela. Estuvo sentado en el borde de la cama por espacio de siete horas: ensimismado, absorto, en otro mundo. Se endomingó con ilusión, acudió raudo a la Iglesia y se sentó en la primera fila. Su asiento habitual se ubicaba en uno de los últimos bancos. Embelesado, sólo miró hacia el coro. A Catherine.

Al terminar el servicio religioso se precipitó, de forma acelerada, hacia la puerta y se apostó cerca de la salida de la Iglesia. Esperó paciente hasta ver salir a Catherine. Cuando ella le rozó con la mirada, Bruno enrojeció. Su cuerpo se estremeció pero ella continuó su camino hacia su casa. Le fascinó su precioso vestido de gasa celeste, su delicada silueta, su andar ligero. Cuando Catherine desapareció por la esquina de la escuela, a Bruno le pareció que la plaza, aún muy concurrida, quedaba desierta.

Al verle llegar a casa, su madre se sorprendió por este nuevo semblante de su hijo. Era una expresión desconocida hasta entonces. La madre entendió de inmediato la razón del cambio. Su muy entrañable hijo se había enamorado.

Ese nuevo lunes, Bruno llegó a la cantera y descubrió algo que debió estar entre las piedras desde el principio de los tiempos: un manojo de flores: malvas, amarillas, granates, cobalto, rojas,…. ¡Cómo era posible! ¡No haberse dado cuenta hasta ese día…!

Al siguiente domingo, Bruno se levantó muy temprano y se encaminó a la cantera. A la salida del servicio religioso Bruno la esperó y le entregó a Catherine un ramillete de las coloreadas flores silvestres encontradas en la cantera.

MimosasSorprendida, azarada, la joven no quería comprender el alcance, la razón de aquel presente tan delicado. Miraba alternativamente a Bruno y al ramillete…. Al cabo de unos instantes, sonrió de forma cómplice y cogió las flores, se las acercó a la boca y uniendo sus sedosos labios lanzó un beso al aire en la dirección de su anhelante enamorado. Éste, aturdido, quedó enmudecido. Esbozó una sonrisa nerviosa de la que se traslucía una felicidad pletórica, nueva, celestial. Catherine se alejó jovial y gozosa.

De cuando en vez, ella volvía la cabeza para disfrutar de la bruñida cara del galán… era muy apuesto… ¡se le había pasado preguntarle el nombre!

Cuando ella desapareció por detrás de la escuela, el tañido alborozado de la campana inundó la plaza de AMOR.

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